Marco Antonio Campos

Café Korb

Con alguna frecuencia, en tardes
o al anochecer, al principio de su estancia,
el forastero llegaba al Café Korb,
buscando que la soledad
se quedara dos horas
como la chamarra en el perchero,
buscando algo que pareciera
rumor o luz de vida, algo
para sentirse menos solo
en una ciudad de gente sola,
y el mesero alto, grueso,
amable, tomaba la orden,
“Mire, deme…”,
algo, algo que permitiera leer
un ensayo, un cuento, periódicos
del día o tal vez escribir
el borrador del borrador de un poema
que no conocía el inicio,
y el mesero servía el Moka grande
o un doble té,
y él veía desde la mesa gente
cruzar o leer diarios o
quedarse como estatua o hielo,
y pensaba, mientras leía, que cuerpos
como los de Alexandra o Agnes tenían
el sol que no tenía Austria,
mientras afuera, en las calles,
caía nieve o lluvia o bruma o
delineaba apenas una
delgadísima luz, y él, al bajar al baño
y mirarse en el espejo, confirmaba que
el pelo seguía encaneciendo o destruyéndose,
pero qué vida (se preguntaba) empezar
a los cuarenta, que se realmente vida,
y subía de nuevo para sentarse un rato
—y las mujeres cruzaban.
“La cuenta, por favor, sí, todo
estuvo bien, gracias”,
descolgar la chamarra y ponérsela,
y salir hacia la calle
y a la noche sin perros.
                                             1994

En el Hotel Dieu
(Van Gogh)

En pasillos del hospital antiguo,
donde he residido varios meses,
de pronto hallo la silueta o sombra
de quien no dejó de ser (así dijo)
“el muchacho de Brabante”. No tuvo
sitio en la tierra, pero quiso
tenerlo, encerrado entre el paisaje,
la pintura y las cartas al hermano.
Veo desde la ventana de la sala
(abejas zumban y sobrevuelan)
el jardín que pintó, los muros ocres
y en perfil extraño el campanario
de catedral. Por aquel periodo
los “excelentes vecinos” soltaron
la jauría para que lo arrojaran
u hospitalizaran por ser peligro
para las mujeres y niños de Arles.
Eso fue (así dijo) como mazazo
al pecho, dejándolo más inerme,
hundido y solo de lo que ya estaba.
Semanas atrás se había cortado
el lóbulo de la oreja derecha,
entregándolo a una prostituta
de apenas dieciséis años. Era
la víspera de la Nochebuena,
y a la mañana siguiente, luego
de desangrarse por todo cuarto
y pasillo de la casa amarilla,
fue traído al hospital, y empezaron
entonces las camisas de fuerza,
los schocks eléctricos, los encierros,
pesadillas, alucinaciones,
los demonios que surgían al alba,
el terror, la bruma, el grito al fuego.
Comenzó a ser roído, a roerse,
a sufrir como sufre la bestia
sola, la bestia sola y doliente,
la bestia que pide sólo un metro
para vivir y llorar, y no la dejan.
Pero las cartas desde allí fueron
de una enorme lucidez desgarrada
y cada cuadro un aullido patético
y deslumbrante que tañía en luz
hasta el fin del mundo, y era (cada uno)
sangre de pájaros descabezados.
Como nunca miró dentro de sí
y sintió perder, como los olivos
o la noche estrellada, el fragilísimo
equilibrio. Al gran pobre, al pobre grande,
nada en vida, nada, le fue dado:
ni dinero, ni éxito, ni amor, ni prole.
Fue así “el personaje sospechoso”,
a quien se soporta de lejos pero
nadie lo quiere como amigo,
a quien la familia asila meses
hasta que harta lo arroja hacia la calle
y que se arregle como Dios quiera.
Apenas el hermano, el gran hermano,
noble como los árboles de Francia
(“¿pero qué quieres tú?”), le manda plata,
y a su vez él le “paga” con pinturas,
que el hermano en silencio embodega
porque sabe que no tienen mercado.
Se acabó el color, se acabó el camino.
Ya no ve ni señales. Si no es ahora
será más tarde, pero no por mucho.
Las doradas espigas del verano
brillan más al sol, mientras la bala
se burla y roza el corazón apenas,
haciéndole la agonía más larga
—y el castillo se difumina en árboles.
Miro el cielo desde la ventana
(oh Señor, ten piedad de nosotros)
y cuatro nubes figuran la forma
de caballos. Se alejan. Me vuelvo,
y en corredores, salas y cuartos,
caminan y conversan los enfermos.
                                             1995

A Contracorriente

Viví a contracorriente, perseguido por un adolescencia
incierta, una juventud de espiga mal dorada y una madurez
que aprendió del sol. Supe que la palabra muerte era
emblema de la muerte y anhelé cambiarla por las palabras
sol y cuerpo, muchacha y viaje, libertad y sueño, utopía y
libro. Amé con el tiempo más al mundo y menos a la gente
y preferí la soledad creativa a la comunión vana, aunque a
menudo la soledad sabe a fruta seca, a tierra seca, es flor
sin tallo. De cualquier forma hubiera querido escribir una
poesía a la medida del sol y los alimentos terrestres, o al
menos, con menos sombras de las que fui dejando. Y no
obstante ¿me oyes?: vi el Cristo azul bajar las montañas
en tardes oscuras en ciudades de América y de Europa
—Cristo, el gran artista, resplandeciente y desgarrado en
un mundo mal hecho, o al menos, que fuimos mal haciendo
o mal hicimos. Creí de joven que podía cambiar el mundo
y anhelé un mundo más libre y menos cruel. Lo tengo
esto para mí; lo reivindico para mí.
Escúchame.

Lápida

Pasad y decid que a la tierra
fui fiel, y viví la experiencia
de la tierra. Que a la tierra ahora
vuelvo, pero que aun bajo tierra
entre polvo, cenizas y humo,
oiré a la luna,
a la luz, el sol en alto grito,
ramaje de muchachas quebrándose
como árboles, flores como frutos,
la poesía que cae en el cántaro,
y alzo y bebo, y frescura. Y vi tanto,
oh Dios, vi tanto.

(M. A. Campos. El Forastero en la Tierra (1970-2004). México: Ediciones El Tucán de Virginia / CNCA, 2007)