María Baranda

Ítaca

Y llegamos a Ítaca
por el mar que deletreaba nuestro nombre,
escuchando a los pájaros,
los gritos desgañitados de las nubes.
Llegamos hasta aquí como las piedras,
deslumbrados en la alta noche
profunda e implacable.
El agua nos mostró las latitudes
de lo que nunca fuimos,
de aquello que pensamos haber sido.
Marchamos adivinando sueños detrás del mundo
bajo la lluvia infinita de lo desconocido,
ganándole tiempo al tiempo,
queriendo ser los mismos,
perdidos en el arrepentimiento y el silencio.
A tientas, impávidos, y cada vez más solitarios
escuchamos, como un sordo lamento,
la liturgia que emanaba de la tierra:
Ítaca en su tumba de cinco letras,
en sus muros de arcilla y de tinta,
en su rencor de haber sido leyenda,
nos aguardaba, como una voz
primera y rumorosa, para decirnos
que nunca fue realmente nuestra,
que no eran Cíclopes ni Lestrigones
ni Poseidón saliendo de las aguas
lo que la hacía lejana en horizonte,
feroz en la codicia,
enorme y deslumbrante a la distancia.
Sí, llegamos a Ítaca,
moribundos idiotas,
gusanos sobre una losa de polvo macilento,
tan sólo para saber que jamás la descubrimos
porque su voz, para nosotros,
era una voz ya extinta.

Sanatorio

Hay un ave al fondo de mis ojos. (Perdí todas las
causas.)

Un rumor de lluvias y relámpagos, una claridad (ni
siquiera recuerdo el olor de los tábanos),

un vaho de aguas lejanas que reverberan adentro de
mi corazón (no guardo para mí la decadencia);

el barro en la germanía de tu cuerpo. (No he podido
fingir: amo la exactitud.) Las manos, el trazo de la
muerte y la desolación. (Ahora puedes atravesar los
espejos, no hay nadie.)

Veo a una mujer arder como una loca abandonada
por los pájaros. Veo su cuerpo en las cúpulas
hirvientes del olvido.

Llega el que agoniza.
Los ojos del que grita, la nada que germina y se
abre como una larga herida (¿qué dios sumergido
en los abismos nos aguarda?) Los días

que se pierden a mitad de la noche (como tambores
subterráneos)

donde el silencio y la vida se confunden (en un
bosque de sangre)

donde habita un corazón de sombras (aquel que deja
tunas en tu almohada)

con el presagio y la misericordia del que agoniza (un
corazón de pájaro en tus cuencas)

donde no llega el siglo con sus fábulas (cuando
mugen los toros bajo la higuera)

cuando nada se ve ni se juzga, muy cerca aún (y es
mi delicia)

no sé quién puedo ser (perdí todos sus rostros, dejé
sus nombres en el barrio de las vísceras);

ahora que amo la noche verdadera y Dios lame el
sudor bajo mis párpados (Cristo no sabe envejecer)

y estoy aquí llamándote desde el vacío
pero, ¿qué hago yo adentro de tus ojos?

i

Y conocimos el futuro en la cal sobre la piedra,
la herrumbre de saber que fuimos
el trecho abierto para el paso del insecto,
la sola luz en la punta de la lengua,
el gemido siempre tardo en el silencio,
un cuerpo y otro y otro donde la noche
ofició los cantos de la paz en la hojarasca.
Y caminamos lentos por el ojo radiante
de una flor que sólo abría sus pétalos
de lujo en la cuaresma. Y vimos jabalíes
bebiendo el sol de la palabra quieta,
lámparas de abejas, ríos muertos
en la holgura de la yerba, caravanas
de hormigas como un punto de la inquietud,
un roce del estremecimiento
donde sentíamos la luz como una frase suelta.
Y a la orilla de un cielo concebido
en la respiración del viento, vimos
el vuelo presuroso de nuestras sombras,
aquellas parcelas de pan y lodo donde dijimos
por vez primera la palabra mundo.

xvii

Abre, Piedra, tu noche.
Deja mi boca, perdona
el canto de vidrio, la gula
de ver, el brío de estar
en silencio. Calla,
Piedra, mis ojos
dentro de ti, lima
arrogante tu piel,
deja que admire
tu línea de pájara
y sopla de ti, temerosa
tu escritura de aire,
tu ordenada sed
de ser el paraíso.
Saca de mí
en mi adentro,
esta lengua de sol
injertada, de pasto
que arde. Muda tu cara
te vea, nadie, Piedra
en la tierra, parte
la estrofa del día
que lento se va
y rige toda tú, Piedra,
el lecho del mundo,
hilo de luz de los ciegos.

(M. Baranda. El mar insuficiente. Poesía (1989-2009). México: UNAM, 2010)