Ray Bradbury

El aire para Lavoisier

Lavoisier, cuando apenas era un chico,
se tragaba el gas vital para delectarse;
respiraba con un pulmón, e inhalaba una bocanada,
luego lo soltaba, transformado, en risas
que, reverberadas a los videntes
que llevaban sin reír sesenta años,
les machacaban los huesos, haciéndolos polvo
con el hiperventilado deseo.
Y entonces, ya adulto, él inhalaba el aire,
ese flujo vital en el que por todas partes
nos apoyamos con el corazón y los pulmones,
y preparó una melodía que, cantada,
cambiaría la antigua orquesta de viento-metal de la Ciencia.
He aquí el Oxígeno, diría él,
y al otro lado, he aquí el Hidrógeno;
van bailando playa abajo como gitanos
y en nuestra sangre estos elementos gemelos retozan,
gas medio borracho, vapor medio encendido.
Eso decía el informe de Lavoisier;
luego se detuvo, dio otro resoplido,
gritó: «¡Dioses, no hay bastante con esta tonificante materia!»
Este secreto a nuestra Raza legado,
todos aclamaron. Olvidaron.

Pero siguieron respirando.

Oda al eléctrico Ben

Ben Franklin era tan excéntrico:
un hombre cuyas algo tenebrosas polaridades tentaron a nuestro mismo Dios
a lanzar sus rayos que, atados en las orejas de Ben,
iluminaron su cerebro muchos años
para así alumbrar la historia.
Sus sueños, sueños eléctricos,
eran ensambles de proyectos de Mecánica Juvenil;
él se mojó el dedo, y lo reservó para el Misterio y la Tormenta de Dios.
Dios, dándose la vuelta, gesticuló, tocó
para notar el clima cálido o frío de Ben.
Y entonces estos dos adversarios
se asociaron y amigos acabaron.
Sus métodos muy diferentes eran,
aunque tan parecidos sus fines:
Iluminar el Universo,
o iluminar un mundo,
empresa grande o pequeña.

Dios pestañeó y ¡he aquí! ¡Las Nebulosas!
Ben pestañeó; fuentes eléctricas brotaban de sus manos;
en un siglo sus chispazos habían alumbrado las tierras
y por la noche llenado de mediodía las ciudades.
Esa era la visión de Dios.
Esa era la vista de Ben.
Y tras largos años, cerca de unos ochenta o más
de destemplados días, buenas tardes, tormentas, calmas,
graves trifulcas, seguidas de reconciliación,
vastos múltiplos de clima,
Dios bostezó, Ben cerró los ojos,
y discutiendo… juntos a la cama se marcharon.

Habla el joven Galileo

¡Anda, hijo!, dijeron, aparta la vista.
¿Que aparte la vista? dije, ¡cómo!, ¿de inexplorados cielos
donde las estrellas se asoman y giran
y colman mi corazón hasta hacerme sentir
que esta y tantas otras nuevas noches
podré vivir para siempre y no morir?
¿Que quite la mirada y desconecte mi alma y mi voluntad?
Esta dicha y gozo ardiente que me lleva a la evasión
a las dos de la mañana y a tumbarme en los prados,
uno solo con el Universo
con la canción y el verso de Dios anunciados en lo alto
para que los lea, los conozca y los cante;
¿no conocer todo esto?, ¿quedarme ciego?
¡Venga!, Dios tiene presente que yo sea así. Él puso esas chispas brillantes en mi sangre
cuyo espíritu, llameante, me ilumina y apresura a amar.
Chispas pequeñas, vasto Sol,
todo uno, es lo mismo.
Pequeñas llamas o grandes
yo conozco y las guardo todas en mis ojos, en mi corazón, en mi mente.
El sabor de la noche se acuesta en mi lengua. Lo digo de manera
que otros, descontentos, consigo mismos, acostados, nada
valientes, puedan saber
lo que este chico sabe y eternamente sabrá:
El Universo es un enjambre de fuego y luz,
y nosotros, apenas pequeños soles que, despojados,
atrapados, retenidos
y consagrados en la sangre y los preciados huesos,
alejamos la noche.

El otro yo

Yo no escribo,
el otro yo
constantemente exige su aparición.
Pero si me giro a mirarlo con demasiada prontitud,
entonces
se da la vuelta hacia donde y cuando
estaba antes
yo, sin querer, abrí la puerta
y lo dejé salir.
Algunas veces un grito de fuego lo llama,
él se figura que lo necesito,
y es cierto. Su misión
es decirme quién soy yo detrás de esta máscara.
Él Fantasma es, y yo fachada
que esconde la ópera que él escribe con Dios,
mientras yo, del todo ciego,
espero desencantado hasta que su mente
roba mi brazo desde el codo hasta la muñeca, la mano y las puntas de los dedos
y, robando, encuentra
talas verdades conforme descienden de las lenguas
y con las voces se abrasan,
y todo esto desde la secreta sangre y la secreta alma en el secreto campo.
Jubiloso
se acerca furtivamente a escribir, luego corre y se esconde
toda la semana hasta la siguiente prueba del escondite
en la que yo finjo
que importunarle no es mi objetivo.
Aunque le tomo el pelo y finjo que miro para otro lado.
O de lo contrario, ese secreto ser se esconderá todo el día.
Corro a participar en su juego simple,
un absurdo salto
que desde el sueño llama
a la brillante bestia, acechante, ¿de quien son los dominios
y el campo de juego? De mi aliento,
de mi sangre, de mis nervios.
¿Pero entre toda esa materia dónde habita él?
Entre todas mis desenfrenadas búsquedas, ¿dónde se esconde?
¿Detrás de esa oreja como pegamento?,
¿de esa oreja como grasa?
¿En qué percha este pilluelo
pone su sombrero?
Da igual. Nació ermitaño
y vive recluso.
Nada hay para él, pero yo me sumo a su martingala, a su juego,
y le dejo correr a voluntad y labro mi fama,
en la que pongo mi nombre y le robo sus historias,
y todo porque yo le estornudé
con el dulce olor de la creación.
¿Escribió R. B. aquel poema, aquel verso, aquel discurso?
No, el mono interior, invisible, le enseñó.
Su facultad, re-vestida de mi carne, es un misterio;
No digáis mi nombre.
Elogiad al otro yo.

(R. Bradbury. Poesía completa. Ed. bilingüe y trad. Jesús Isaías Gómez López. Letras Universales 475. Madrid: Cátedra, 2013)