Juan Gelman

Lo que cava

La sangre corcovea
en todos los rincones, en
el alma superior, en su orgullo,
en los perros con olor a furia.
El ser amado convierte
la humillación en asombro y vengo aquí
para decir que te amo. El domingo
del payaso prueba la desolación.
La emoción contra la pared
espera que la fusilen.
Nuestros cuerpos conocen esa pared.
Es una atadura del sol
que cava y cava.

El sello

La mañana lustrosa sube
por los techos de la ciudad
con mucha fiebre hoy. La mujer
del niño en la espalda tiene
una mano donde empieza la ausencia
de otros y el cielo
provincial se agolpa allí.
Esa mano parece
un vacío agrietado por la rapidez.
Es del tamaño de lo que no sucede
y se le posa una mosca ahora
más real que la calle
por donde la mujer se va y
su mano queda
sellando el aire.

Calles

La gente está sentada en el café
desprovista de teorías. Una vieja
vende cigarros en un carrito
con un misterio mal atado.
Bajo el sol otoña
su sombra incesante. ¿Quién
será ella para sus manos deformadas? Se
vacía en lo que ha muerto ya. La calle
limita con la distracción,
se ha vuelto
irreal totalmente.

Te digo, Mara

Borrado del mundo real, borracho
de este crepúsculo que canta
en otro lado y el ángelus cruza
a caballo de una campana.
El cielo muere con sangre y
no veo a nadie, nada, sino
el fuego que arde cuando hubo
una garza azul
erguida en tu mirada blanca.
Quemaba ayeres,
la basura que el tiempo deja.

Seguro

El poema da vueltas alrededor del cuarto.
Obtuso y persistente, dice.
Mira palabras, pero
no se deja mirar por ellas. Así
no irá a ningún lado. ¿Qué lluvia
acostada en un perro encontrará?
Ninguna. Se
sentirá más solo que un perro. El día
vendrá y él respirará aliviado
calentándose al sol. La
ciudad volverá a la locura
en un pecho más. Nadie
debe sufrir en septiembre, dice, y
la noche espera.

(J. Gelman. Valer la pena. México, 1996-2000. México: Ediciones Era, 2001)

María Negroni

     Nada esperes
      de las cosas
         mortales.

          Nada
  de las inmortales.

         Apenas
        —quizá—
      un recuerdo
     sin recuerdo.

        La biografía
      de un vestigio
     de la deficiencia.

       Fuera de eso,
   los sustos infantiles,

           sus lobos
en la declinación de un bosque
    alto y de ojos díscolos.


Al corazón no le importa
        la letra chiquita
    de las transacciones,

         se conforma
       con esos sueños
      que tienen frescura
         y no la tienen.

             Por eso,
         ningún poema
       es más que todo.

   Canta con muchas bocas
     y nace por la muerte
         a mejor cielo.

    En su gama infinita
     una música blanca
        que se cuida
              sola.


          Como cuando
          un ángel sexual
  llama a la jauría con malicia
  y el libro de grandes árboles
                se llena
      de besos carnívoros
    persiguiendo a un ciervo
             imaginario.

      Es escaso lo humano
         en lo humano.

        Insolvente el afán
       de escribir y seguir
              muriendo.

   Tanta nerviosa insistencia
        para una acústica
              muda.

    Tanto renglón ingenioso
        y ninguna caricia.


    Habrá que morir
        varias veces,

  practicar con esmero
      lo más profano,

        ser a las anchas
    eso que llega en secreto
        y por altavoces.

        La felicidad
  tiene su silla en el cielo
      y otras rarezas
      de la gravedad.

    No importa el final
       sino el adentro
                :
          esta ceniza,
         estos huesos,

    esta flor manchada
        sin atenuantes.


Se trata de una elección
          de tinieblas,

    de una estela sonora
      que hace antiguo
          a lo antiguo.

Cada criatura es un folio
    Cada folio un verbo
      que se conjuga
        en acusativo.

    Se incinera el mundo,
entra en la noche que era
         mañana adentro.

¡Larga vida a lo efímero!

          ¡Larga boca
    a aquello que no cesa
de dormirse como un niño!

(M. Negroni. Exilium. Madrid: Vaso Roto Ediciones, 2016)

Gabriel Zaid

La ofrenda

Mi amada es una tierra agradecida.
Jamás se pierde lo que en ella se siembra.
Toda fe puesta en ella fructifica.
Aun la menor palabra en ella da su fruto.
Todo en ella se cumple, todo llega al verano.
Cargada está de dádivas, pródiga y en sazón.
En sus labios, la gracia se siente agradecida.
En sus ojos, su pecho, sus actos, su silencio.
Le he dado lo que es suyo, por eso me lo entrega.
Es el altar, la diosa y el cuerpo de la ofrenda.

Siesta anaranjada

No te levantes, temo
que el mundo siga ahí.

Las nubes imponentes,
el encinar umbrío,
los helechos en paz.

Todo tan claro
que da miedo.

Ipanema

El mar insiste en su fragor de automóviles.
El sol se rompe entre los automóviles.
La brisa corre como un automóvil.

Y de pronto, del mar, gloriosamente,
chorreando espumas, risas, desnudeces,
sale un automóvil.

Alucinaciones

Él vio pasar por ella sus fantasmas.
Ella se estremeció de ver en él sus fantasmas.

Él no quería perseguir sus fantasmas.
Ella quería creer en sus fantasmas.

Montó en ella, corrió tras sus fantasmas.
Ella lloró por sus fantasmas.

Elogio de lo mismo

¡Qué extraño es lo mismo!
Descubrir lo mismo.
Llegar a lo mismo.

¡Cielos de lo mismo!
Perderse en lo mismo.
Encontrarse en lo mismo.

¡Oh, mismo inagotable!
Danos siempre lo mismo.

(G. Zaid. Reloj de sol. México: Random House Mondadori, 2009)