Desnudos de Bonnard
Su mujer. La pintó cuarenta años.
Una vez y otra. El desnudo del último cuadro
tan joven como el desnudo del primero. Su mujer.
Él la recordaba joven. Cuando ella era joven.
Su mujer en el baño. En el tocador
delante del espejo. Desnuda.
Su mujer con las manos bajo los pechos
mirando al jardín.
El sol dispensado calidez y color.
Todas las cosas vivas florecen allí.
Ellas es joven y trémula y muy deseable.
Cuando murió, él pintó un poco más.
Unos cuantos paisajes. Luego murió.
Y fue colocado junto a ella.
Su joven esposa.
La ventana
Estalló una tormenta la noche pasada y nos dejó
sin electricidad. Cuando miré
por la ventana, los árboles eran transparentes.
Doblados y cubiertos de escarcha. Una gran calma
se extendía sobre el campo.
Sabía lo que hacía. Pero en aquel momento
noté que en mi vida jamás hice
falsas promesas. Mis pensamientos
eran virtuosos. Avanzada la mañana,
claro, arreglaron la electricidad.
El sol salió de detrás de las nubes
fundiendo la escarcha.
Y las cosas volvieron a ser como eran antes.
La cartera de mi padre
Mucho antes de pensar en su muerte,
mi padre dijo que quería descansar cerca
de sus padres. Los echaba mucho de menos
desde que se habían ido.
Lo dijo tantas veces que mi madre lo recordó,
y lo recordé yo. Pero cuando los pulmones
se le quedaron sin aire y todo signo de vida
había desaparecido, se encontraba en un pueblo
a 512 millas de donde más quería estar.
Mi padre, sin embargo, fue inquieto
hasta muerto. Hasta muerto
tuvo que hacer un último viaje.
Toda la vida le gustó ir de un sitio a otro,
y ahora había un sitio más al que ir.
El de la funeraria dijo que lo arreglaría,
nada de qué preocuparse. Una escasa luz
caía desde la ventana al suelo polvoriento
donde esperábamos aquella tarde
hasta que el tipo salió del cuarto del fondo
y se quitó los guantes de goma.
Traía el olor a formaldehído con él.
Era un gran hombre —dijo el de la funeraria.
Luego se puso a contarnos por qué
le gustaba vivir en este pueblo tan pequeño.
Este hombre que acababa de abrirle las venas a mi padre.
¿Cuanto va a costar? —dije.
Cogió block y pluma y se puso
a escribir. Primero, los gastos de preparación.
Luego incluyó el transporte
de los restos a 22 centavos la milla.
Pero estaba la ida y vuelta del de la funeraria,
no se olvide. Más, digamos, seis comidas
y dos noches en un motel. Incluyó
algo más. Añadió un recargo de
210 dólares por su tiempo y trabajo,
y allí lo teníamos.
Pensó que discutiríamos.
Había una mancha de color en
cada una de sus mejillas cuando levantó la vista
de sus cifras. La misma escasa luz
caía en el mismo lugar del
suelo polvoriento. Mi madre asintió
como si entendiera. Pero
no había entendido ni palabra
Nada de aquello tenía sentido para ella,
empezando por la vez que dejó su casa
con mi padre. Sólo sabía
que pasara lo que pasase
iba a sacar el dinero.
Buscó en su bolso y cogió
la cartera de mi padre. Nosotros tres
en aquella habitación tan pequeña aquella tarde.
Miramos la cartera un momento.
Nadie dijo nada.
De aquella cartera se había ido toda vida.
Era vieja y estaba cuarteada y sucia.
Pero era la cartera de mi padre. Y mi madre la abrió
y miró dentro. Cogió
un puñado de dinero que pagaría
el último y más asombroso viaje de mi padre.
Cierras la puerta por fuera luego tratas de entrar
Muy sencillo. Saliste y cerraste la puerta
sin pensarlo. Y cuando te das cuenta de
lo que has hecho es demasiado tarde.
Si esto suena como la historia de una vida, estupendo.
Llovía. Los vecinos que tenían
una llave no estaban. Intenté y volví a intentar
abrir las ventanas. Miré hacia adentro,
al sofá, las plantas, la mesa
y las sillas, el estéreo.
La taza de café y el cenicero me esperaban
en la mesa de cristal, y mi corazón
iba a ellos. Dije: Hola, amigos,
o algo parecido. Después de todo,
no estaba tan mal.
Peores cosas habían pasado. Ésta
incluso era un tanto divertida. Encontré la escalera.
La cogí y la apoyé contra la casa,
Luego trepé bajo la lluvia a la terraza,
balanceándome sobre la barandilla
y probé la puerta. Que estaba cerrada,
claro. Pero de todos modos miré dentro.
Mi mesa, algunos papeles, y mi silla.
Era por la ventana del otro lado
de la mesa por donde miraba
cuando me sentaba a aquella mesa.
Esto no es como abajo -pensé.
Esto es otra cosa.
Y había algo que mirar, nunca visto,
desde la terraza. Estar allí, dentro, y no estar allí,
ni siquiera pienso en cómo puedo hablar de eso.
Pegué la cara al cristal
y me imaginé allí dentro
sentado a la mesa. Alzando la vista
de mi trabajo de cuando en cuando.
Pensando en otro sitio
y otra época.
En las personas a las que entonces quería.
Me quedé allí durante un momento bajo la lluvia.
Considerándome el más afortunado de los hombres.
Incluso cuando me atravesó una oleada de pena.
Incluso cuando me sentí violentamente avergonzado
por lo que iba a hacer.
Rompí aquella hermosa ventana.
Y entré.
(R. Carver. Bajo una luz marina. Introd. y trad. Mariano Antolín Rato. Madrid: Visor, 1990)