Gérard de Nerval

Horus

El dios Kneph sacudía temblando el universo:
Isis, la madre, entonces se alzó de su yacija,
Hizo un gesto de odio a su esposo sañudo,
Y el ardor de otros tiempos brilló en sus ojos verdes.

«¿Lo veis? —dijo—, se muere, ese viejo perverso,
Todo el hielo del mundo ha cruzado su boca,
Atad su pie torcido, apagad su ojo bizco,
¡Es el dios del volcán y el rey de los inviernos!

El águila ha pasado, me llama el nuevo espíritu,
Por él me he revestido del manto de Cibeles…
¡Es el amado hijo de Hermes y de Osiris!»

La diosa había escapado en su concha dorada,
El mar nos devolvía su imagen adorada,
E irradiaban los cielos bajo del chal de Iris.

Abril

Los días buenos ya, —el polvo,
Un cielo azul y mucha luz,
Muros con rubor, largas tardes;—
Y nada de verdor: —apenas
Decora un reflejo rojizo
Los árboles de ramas negras.

Este buen tiempo me da hastío.
—Tan solo tras días de lluvia
Habrá de surgir, en un cuadro,
La primavera verde y rosa
Como una ninfa fresca en flor
Que sale, sonriendo, del agua.

El punto negro

Quienquiera que haya mirado el sol fijamente
Cree ver ante sus ojos volar obstinadamente
A su alrededor, en el aire, una mancha lívida.

Así, muy joven aún y más audaz,
Sobre la gloria un instante osé fijar los ojos:
Un punto negro ha quedado en  mi mirada ávida.

Desde entonces, mezclada a todo como un signo de duelo,
En todas partes, en cualquier lugar donde se detengan mis ojos,
¡Veo posarse también la mancha negra!—

Pero ¿siempre? ¡Entre la dicha y yo, incesantemente!
¡Oh! es que sólo el águila —¡ay de nosotros, ay!—
Contempla impulsivamente el Sol y la Gloria.

A Víctor Hugo
Que me había dado su libro del Rin

Al llevarme esta prueba, maestro, de amistad,
Tengo pues bajo el brazo El Rin. -Parezco un río
Y me siento crecer por la comparación.

Mas ¿sabe acaso el río, él, pobre Dios salvaje,
Qué es lo que le da un nombre, una fuente, una orilla
Y por qué razón corren sus aguas para todos?

Sentado entre las ubres de la inmensa Natura,
Quizás ignora también, como la criatura,
De dónde viene el don que dan los Inmortales:

Yo en cambio sé que a ti, dulce y santa costumbre,
Te debo el Entusiasmo y el Amor y el Estudio,
y que mi poco fuego se enciende en tus altares.

(G. de Nerval. Poesía y prosa literaria. Trad., pról. y notas Tomás Segovia. Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2004)