C. K. Williams

Suciedad

Mi abuela me lava por dentro la boca
con jabón; ha pasado más de medio siglo
y todavía viene a mí
con aquella cruel, dura barra amarilla.
Todo por una palabra que dije,
que ni siquiera dije, sólo repetí,
pero Abre, dice, ¡abre la boca!
sujetándome la cabeza con la mano.

Ahora sé que su vida fue dura;
perdió tres hijos cuando eran bebés,
luego se murió su marido, también,
dejándola con hijos pequeños, sin dinero.
Me sostenía ante el fregadero para mear
porque nunca había sitio en el baño.
Pero, ¡oh, aquel jabón! ¿Fue quizá su acre sabor
lo que hizo de mí un poeta?

La calle en que vivía no estaba pavimentada,
un apartamento de dos habitaciones estrechas y
la fétida cocina en la que me cazó al acecho.
¿Me atrevo a admitir que después de aquello
nunca volví a quererla realmente?
Vivió hasta los cien, y ni así.
Fue una época triste, de penurias,
pero nunca, hasta ahora, la quise de nuevo.

Desnudo

Orinando a la puerta de una cabaña
bajo una ráfaga de viento antes del amanecer
en la tierra de dóciles colinas de Gales,
salpicada de granjas, cercados y setos,
pero bastante singular aún, con escarpados
pastos, manchas de bosques sombreando
marañas de senderos donde sólo cabe un coche,
por donde puedes perderte durante un rato,

así, desnudo bajo el angosto dintel,
ante una oscuridad poco asustadiza,
expuesto a una brisa limpia y clara
de cadencia serena y palpitaciones
templadas, un aire suave, lánguido,
que todo lo palpa y parece traspasarte,
cómo no deleitarse en imaginar que el primer baño
del amanecer te purifica a ti también,

graneros, árboles y abigarrados arbustos
viviendo en sí dentro de ti;
y entonces el alba, el chirrido de los pájaros
al despertar, y el silencio, también, dentro
y fuera, cuando te vuelves, dejando a la espalda
la vieja puerta entreabierta
para respirar los últimos manojos de noche,
la ya obstinada fragancia de los campos.

Abismos

Estoy asomado mirando hacia abajo
una profunda hendidura de la tierra
donde minúsculos coches y gente
se mueve por su angosto fondo.
Aunque me protegen los brazos de mi padre
me doy cuenta de lo larga que sería la caída,
cuánto peligro: me encojo,
mi padre me agarra más fuerte.
¿Era aquello realemente una grieta?
No, comprendí después, mucho después,
que estábamos en un edificio cualquiera
asomados a la ventana mirando la calle.

Un libro de láminas: la luz del desierto,
un hombre y una mujer en sandalias,
túnicas color pastel, albornoces sueltos,
trabajando una especie de masa,
el hombre amasando en un comedero,
la mujer echándolo en una rueda.
Por algún motivo pensé que eran ángeles
en el cielo, practicando oficios humanos.
¿Había algo de cierto en eso?
No, el libro, en la escuela dominical,
representaba una escena cotidiana de la Biblia
en la que simplemente estaban haciendo tinajas.

Sólo tinajas, pero aquellas roscas de arcilla
oscurecían la luz como el color de la piel,
se entumecían bajo las manos de la mujer
y supe entonces de la turgencia de la carne,
lo que comprobaría más tarde, cuando
a solas con alguien en la oscuridad
cerraba los ojos y le acariciaba
con las manos y con la boca todo el cuerpo,
intentando experimentar un ideal,
participar de las radiaciones
que apasionadamente creía que existían,
y no sólo en la imaginación.

O, con el amor mismo, el amor
que viene a mí sin demora, tan
intenso, tan convincente cada vez,
y que cada vez me destruye
cuando se enturbia y se derrumba
dejándome solo con el recuerdo de su presencia.
¿He vivido alguna vez el amor verdadero?
¿Lo he pervertido si fue así?
Incluso ahora siento un miedo helador
al pensar que podía no haberte encontrado,
mi amor, o no haber creído en ti,
y andar rodando aún sobre otro techo.

Gotas

Incluso cuando arrecia un poco la lluvia
sólo una hoja de cada vez del pequeño árbol
que plantaste en la galería el año pasado,
luego otra hoja, y otra más,
se estremece por el constante goteo,

pero la lluvia, las nubes en tropel sobre la ciudad,
tú dentro al piano, la música vacilante
mezclándose con el estrépito del chaparrón,
el chorreo de los arroyuelos liberado por los aleros
la barandilla de hierro y las chorreantes canaletas,

todo eso se amalgama en mí con tal intensidad
que no puedo sino preguntarme por qué mi anhelo
de vivir eternamente se debilita tanto que apenas
vuelvo a percibirlo, y nunca como antes,
como lamento por no ir de vida en vida,

sino más bien como acodadura de instantes como éste,
efímeros como la neblina que se estira por los tejados,
enfáticos como cualquiera de las notas del nocturno
que practicas, la tormenta vacilando retardada
en su propio tránsito radiante, una y otra vez.

(C. K. Williams. Reparación. Ed. bilingüe. Pról. y trad. Jaime Priede. Madrid: Bartleby Editores, 2007)