Pensaba que vendría al amanecer:
oscuros pasos cruzando el patio, o una sombra
tímida en un ángulo del muro,
trazas de rocío o de nieve en el armario
de abajo, o una ocurrencia de mirra
disuelta en bruma en la bruma del espejo del baño;
y, aún hoy, cuando todo conduce
a la duda, imagino ese retorno,
distinto al del dios del que me hablaban
en la catequesis: más atmósfera que carne,
parecido a una frecuencia, a una
estática, al ruido rosa de la radio:
la voz de todas las cosas: la música
que me prometía el sueño
de la niñez, cuando la primera nevada alcanzaba
el bordillo de la espera y su constancia
—la del sosiego por venir, la de la grácil revelación—
flotaba entre lo buscado y lo entregado.
Penitencia
Tiempo para regresar y releerlo todo,
cubriendo de blanco las palabras que entiendes
hasta que nada sea visible sino esto:
avergonzado, evangelio, prudente, inexacto,
patrimonio, silencio, golpe de estado.
Tiempo para rehusar tus quince minutos de fama,
el premio que ganaste y que no puedes aceptar,
la letra pequeña del documento, la prima de no reclamación.
Fuera, en la oscuridad, en el frío, en un destello de la nieve,
algo inesperadamente vuelve, para dar testimonio:
una sombra, un fantasma, tu doble, u otro que
se te parece, o que se parecería a ti, si estuvieras,
vuelve para desentrañar el fantasma de un fuego extinto,
y revolviendo la escoria y la ceniza, recobrar el ritmo del corazón.
*****
De madrugada,
despierto y solo,
aguardando que nieve, o mirando nevar,
desde mi alto aposento;
lejano como estoy de casa
y tan desconocido como me siento,
¿qué podría preferir, realmente,
al peso del yo?
Su destreza, en noches como esta,
su inmutable gracia:
los únicos medios de que dispongo
para dar testimonio.
Más allá
Cuando hayamos partido
nuestras vidas seguirán sin nosotros;
cuando menos eso creemos,
y hasta tratamos de imaginar
el hueco que dejaremos, lleno
del fulgor de algún otro:
a otro recogiendo los frutos
del ciruelo, del jardín;
a otro a lo suyo, en un cuarto
repleto de estrellas,
sin sacar nada en claro
que no sea
el falido goce, la inarticulada
convicción de que el después no vendrá
sin que aceptemos
desapegarnos de las cosas
y dejemos escapar
el fantasma de un alma
que solo aparentaba ser
al pasar.
El cuerpo como metáfora
Solo podemos imaginar que termine
como la infancia o la lluvia:
la fiebre, el pespuntar de los huesos, el remendado
lustre del yo, todo purpurina y encajes,
como si se hubiese decidido hace mucho
que la carne es un periplo,
algo inmenso que corre por la sangre,
como un verano de acacias,
o algo no tan visible, fugaz,
como las semillas del abedul, o un cable
que se conecta, en el sueño y el éxtasis, con la mano
tendida desde la luz, para abrirla o cerrarla.
(J. Burnside. Dones. Trad. Juan Antonio Montiel. Barcelona: Lumen, 2013)