Acorde Clásico
Nace de nadie el ritmo, lo echan desnudo y llorando
como el mar, lo mecen las estrellas, se adelgaza
para pasar por el latido precioso
de la sangre, fluye, fulgura
en el mármol de las muchachas, sube
en la majestad de los templos, arde en el número
aciago de las agujas, dice noviembre
detrás de las cortinas, parpadea
en esta página.
La piedra
Por culpa de nadie habrá llorado esta piedra.
Habrá dormido en lo aciago
de su madre esta piedra
precipicia por
unimiento cerebral
al ritmo
de donde vino llameada
y apagada, habrá visto
lo no visto con
los otros ojos de la música, y
así, con mansedumbre, acostándose
en la fragilidad de lo informe, seca
la opaca, habráse anoche sin
ruido de albatros contra la cerrazón
ido.
Vacilado no habrá por esta decisión
de la imperfección de su figura que por oscura no vio nunca
nadie
porque nadie las ve nunca a esas piedras que son de nadie
en la excrecencia de una opacidad
que más bien las enfría ahí al tacto como nubes
neutras, amorfas, sin lo airoso
del mármol ni lo lujoso
de la turquesa, ¡tan ambiguas
si se quiere pero por eso mismo tan próximas!
No, vacilado no, habrá salido
por demás intacta con su traza ferruginosa
y celestial, le habrá a lo sumo dicho al árbol: —Adiós
árbol que me diste sombra; al río: —Adiós
río que hablaste por mí; lluvia, adiós,
que me mojaste. Adiós,
mariposa blanca.
Por culpa de nadie habrá llorado esta piedra.
Gato negro a la vista
Gato, peligro
de muerte, perversión
de la siempreviva, gato bajando
por lo áspero, gato de bruces
por lo pedregoso en
ángulo recto, sangrientas
las úngulas, gato gramófono
en el remolino de lo áfono, gato en picada
de bombardero, gato payaso
sin alambres en lo estruendoso
del Trópico, arcángel
negro y torrencial de los egipcios, gato
sin parar, gato y más gato
correveidile por los peñascos, gato luz,
gato obsidiana, gato mariposa,
gato carácter, gato para caer
guardabajo, peligro.
Mariposas para Juan Rulfo
Cómo fornicarán felices las mariposas en
el césped oliendo
de aquí para allá a Dios sin
que vaca alguna muja encima de
su transparencia, jugando a jugar
un juego vertiginoso a unos pasos
blancos del cementerio con el mar
del verano zumbando allá abajo ocio y
maravilla.
Rulfo habrá soplado en ellas tanta
locura, Juan Rulfo cuyo Logos
fue el del Principio; les habrá dicho: —Ahora, hijas,
nos vamos de una vez
del páramo.
¿Y Ellas? Ahora ¿qué harán
ellas sin Juan que cortó tan lejos
más allá de Comala en caballo único tan
invisible?; ¿bailarán, seguirán
bailando para él por si vuelve, por
si no ha pasado nada y de repente
estamos todos otra vez?
Por mi parte nadie va a llorar, ni
mi cabeza que vuela ni la otra
que no duerme nunca. Se ha ido
y se acabó, nadie
corre peligro así acostado oyendo
los murmullos aleteantes.
—Con tal
de que no sea una nueva noche.
Perdí mi juventud
Perdí mi juventud en los burdeles
pero no te he perdido
ni un instante, mi bestia,
máquina del placer, mi pobre novia
reventada en el baile.
Me acostaba contigo,
mordía tus pezones furibundo,
me ahogaba en tu perfume cada noche,
y al alba te miraba
dormida en la marea de la alcoba,
dura como una roca en la tormenta.
Pasábamos por ti como las olas
todos los que te amábamos. Dormíamos
con tu cuerpo sagrado.
Salíamos de ti paridos nuevamente
por el placer, al mundo.
Perdí mi juventud en los burdeles,
pero daría mi alma
por besarte a la luz de los espejos
de aquel salón, sepulcro de la carne,
el cigarro y el vino.
Allí, bella entre todas,
reinabas para mí sobre las nubes
de la miseria.
A torrentes tus ojos despedían
rayos verdes y azules. A torrentes
tu corazón salía hasta tus labios,
latía largamente por tu cuerpo,
por tus piernas hermosas
y goteaba en el pozo de tu boca profunda.
Después de la taberna,
a tientas por la escala,
maldiciendo la luz del nuevo día,
demonio a los veinte años,
entré al salón esa mañana negra.
Y se me heló la sangre al verte muda,
rodeada por las otras,
mudos los instrumentos y la sillas,
y la alfombra de felpa, y los espejos
que copiaban en vano tu hermosura.
Un coro de rameras te velaba
de rodillas, oh hermosa
llama de mi placer, y hasta diez velas
honraban con su llanto el sacrificio,
y allí donde bailaste
desnuda para mí, todo era olor
a muerte.
No he podido saciarme nunca en nadie,
porque yo iba subiendo, devorado
por el deseo oscuro de tu cuerpo
cuando te hallé acostada boca arriba,
y me dejaste frío en lo caliente,
y te perdí, y no pude
nacer de ti otra vez, y ya no pude
sino bajar terriblemente solo
a buscar mi cabeza por el mundo.
(G. Rojas. Qedeshím Qedeshóth. Antología. Santiago de Chile: FCE, 2009)