Fernando del Paso

I

Cuando a tu sangre nombres, cuerpo, invoca
una sola palabra: sangre llama
a lo que sólo sangre se reclama
desde tus pies al filo de tu boca.

Cuando a tu carne nombres, cuerpo, evoca
la sola carne que a la carne llama,
la que se mira y besa y hiere y ama,
que se penetra y lame, huele y toca.

Llámate cuerpo a secas, no te esmeres
en ser de otras palabras el reflejo,
la oscura huella, su inasible sombra.

Quédate cuerpo a solas y no esperes
se otra cosa que el desnudo espejo
de la sola palabra que te nombra.

IV

Nacida ayer, la rosa escurridiza
en su reino del aire, los rosales,
en ráfagas redondas, en raudales
de relámpagos rosas se desliza.

Muerta de risa que acaricia y riza
y enreda su corola en espirales,
ahogada en laberintos de corales
la rosa no se muere: se eterniza.

Rosa, rencor en flor de carne viva
que perpetúa el color, de estirpe roja,
del sortilegio alado de su historia;

rosa más alta que la vida, altiva
rosa que cuando, rota, se deshoja,
se hace de nuevo rosa en la memoria.

I

Es tan blanca, tu piel, como la nieve.
La nieve quiere al sol, por lo brillante
Y el sol, que se enamora en un instante,
se acuesta con la nieve y se la bebe.

El sol, aunque es muy grande, no se atreve
a hacerse olvidadizo y arrogante:
se acuerda de su novia fulgurante
y se pone a llorar, y entonces llueve.

Y llueve y llueve y llueve y de repente
la lluvia se hace nieve: esta mañana
que nieva tanto en Londres, y ha nevado

luminosa y nupcial y blancamente
en jirones, tu piel, por mi ventana,
ningún sol, como yo, tan desolado.

II

Esto que ves, mester de cetrería,
es un halcón en tuyo seguimiento.
Si alas te da tan cruel acaecimiento,
si te encogollas con la mi porfía,

si este dulcisonar de flechería
melifluye con tal tolondramiento,
pues será menester un tornamiento
de tú, cierva, de yo, la montería.

Si no puedo ferir, catando de ello,
yo te diré: mis manos son un cuenco,
ven a beber y que al venir a hacello

muera de sed el último podenco:
Nunca fuera, señora, Amor tan bello
la cierva dulce, el cazador mostrenco.

IV

La codorniz, la garza, la marina
gaviota que se fuga con el día:
de toda, Ave María, esa avería
que te ciñe y te baña, te fulmina

con plumas y candor, que te ilumina,
te bendice y te llama Ave María;
de toda esa volátil letanía:
la paloma, el gorrión, la golondrina,

déjame ser el ave que te cubra
como un cisne caído desde el cielo
con relámpagos blancos y con alas,

el ave que se asombre y te descubra
volando, por tu cuerpo, a ras del suelo
en un viaje sin fin y sin escalas.

(F. del Paso. Sonetos del amor y de lo diario. México: Editorial Vuelta, 1997)