José Ángel Valente

La soledad se puebla de fantasmas de papel y
de paja, de retratos de nadie, de láminas metálicas,
de páginas desnudas donde nada está escrito.
El frío arrasa la memoria y ya empezamos a no
ser, el frío que desciende del lado más aciago de la
noche donde se inicia la consumación. Y no podemos
recordar a quién habíamos amado. Pregunto:
—¿Dónde estás? Pero ni siquiera yo mismo sabría
quién puede responder. Llamo a todas las puertas.
La única que se abre es la sola que no conoce el
perdón.


Mortecino el otoño cae despacio
(¿dónde está su triunfo?),
lame mi mano con la antigua
fidelidad del can de Ulises,
se desliza a mis pies,
se arrima al último reborde ciego
de las cosas, deja un hilo delgado
como huella del apenas estar,
se posa y vuela en la mirada y forma
en ella un horizonte para siempre
de imperceptible sombra.


En el umbral hay una figura de mujer. Temblor
del cuerpo, leve palpitación del prolongado
gris del chal sobre el que se derramaban sus cabellos.
Le pregunté: —¿De dónde vienes? Sus ojos
se perdieron en la tarde. Volví a decirle: —¿Adónde
vas? Y regresó despacio a su mirada. Entonces
comprendí que, en el umbral, no era la mujer ni
un antes ni un después. No era; estaba. Estaba,
solamente.


Me cruzas, muerte, con tu enorme manto
de enredaderas amarillas.

Me miras fijamente.
                                    Desde antiguo
me conoces y yo a ti.

Lenta, muy lenta, muerte, en la belleza
tan lenta del otoño.

Si esta fuese la hora
dame la mano, muerte, para entrar contigo
en el dorado reino de las sombras.

(J. Á. Valente. Fragmentos de un libro futuro. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2019)