El corazón del sábado en la noche
(Tom Waits bebe con Li Po)
El viento baja del bosque. La luz del bulevar
baila como una vela en el pretil de una ventana.
Cielo tibio. Las montañas forman una corona
alrededor de nosotros. Alguien habla de futbol
entre el llanto dormido del estacionamiento
y los gritos que salen a la puerta del bar.
Por la barra, las luces de colores
saltan vasos vacíos,
como en un juego de damas chinas.
La música es un río tembloroso de estrellas.
Una botella de vodka
hace más transparente la luna.
McDonald’s
Nunca te enamores de 1 kilo
de carne molida.
Nunca te enamores de la mesa puesta,
de las viandas, de los vasos
que ella besaba con boca de insistente
mandarina helada, en polvo:
instantánea.
Nunca te enamores de este
polvo enamorado, la tos
muerta de un nombre (Ana,
Claudia, Tania: no importa,
todo nombre morirá), una llama
que se ahoga. Nunca te enamores
del soneto de otro.
Nunca te enamores de las medias azules,
de las venas azules debajo de la media,
de la carne del muslo, esa
carne tan superficial.
Nunca te enamores de la cocinera.
Pero nunca te enamores, también,
tampoco,
del domingo: fútbol, comida rápida,
nada en la mente sino sogas como cunas.
Nunca te enamores de la muerte,
su lujuria de doncella,
su sevicia de perro,
su tacto de comadrona.
Nunca te enamores en hoteles, en
pretérito simple, en papel
membretado, en películas porno,
en ojos fulminantes como tumbas celestes,
en hablas clandestinas, en boleros, en libros
de Denis de Rougemont.
En el speed, en el alcohol,
en la Beatriz,
en el perol:
nunca te enamores de 1 kilo de carne molida.
Nunca.
No.
Balada de Hong Kong
En Hong Kong escribí tu nombre.
Con fantasmas de piratas europeos
y mercados humeantes como varas
de senko escribí tu nombre.
Era un código de barras,
un mar rizado en opio,
una dulzura oblicua
siguiendo sobre papel arroz
las ingrávidas poleas del ideograma.
En Hong Kong, a las tres de la tarde,
cuando los muelles huelen a ostras y poliéster
y las Tríadas en sus yates se fatigan
de filmar tanta película de acción.
Escribí tu nombre: aduana, cháchara,
exótica del Paradise,
las Diez Mil Cosas en la punta de la lengua
y un aliento de plata en mi voz de sayayín.
El mapa era transparente:
te vi recorrer al otro lado del océano
el recatado apartamento donde vives.
Vi cómo te hundías en la bañera
entre espuma violeta y bolsitas de té.
Vi arrodillarse tu pantalón junto al lavabo
y vi tus piernas largas,
como dos murallas chinas,
bajo las capas sucesivas del jabón,
el Estrecho de Bering
y el Libro de las Mutaciones.
Escribí tu nombre. Escribí tu nombre.
A las tres de la tarde, en Hong Kong
escribí tu nombre.
Discovery Channel
aparecieron hombres que comían plantígrados
mitigaban el hedor de la piel chamuscada
a través de conjuros tan complejos
que su sola mención vale hoy un doctorado
comían a su sabor mascando ligamentos
arduamente descubriendo por la boca
lo difícil que es unir el hueso
a la imaginación
(J. Herbert. Kubla Khan. México: Era / CNCA, 2005)