Con el tiempo llega la sabiduría
Serán muchas las hojas, raíz hay una sola;
pasé todos mis días de juventud mendaz
al sol balanceando mis flores y mis hojas;
ahora la verdad me puede marchitar.
Corriendo hacia el paraíso
Cuando al Valle del Viento fui de paso,
medio penique en la gorra me echaron.
Porque hacia el paraíso estoy corriendo;
y solo me hace falta desearlo
para que metan la mano en el plato
y algo me den de pescado salado:
y allá lo mismo son rey y mendigo.
Mi hermano Mourteen ya no puede más
de tundir tanto a tamaño patán,
y yo hacia el paraíso estoy corriendo;
y él malvive, y eso que se esfuerza,
que no le falta el perro y la escopeta,
ni tampoco el sirviente y la sirvienta:
y allá lo mismo son rey y mendigo.
Y hombres ricos se han hecho los pobres,
y pobres vuelven a ser esos hombres,
y yo hacia el paraíso estoy corriendo;
y el juicio a mucho encanto le flojea:
la media que llevó rota a la escuela
de dinero la lleva ahora repleta:
y allá lo mismo son rey y mendigo.
Viejo está el viento y aún sigue jugando,
y, en cambio, debo yo apretar el paso,
porque hacia el paraíso estoy corriendo;
jamás conseguí dar con amistades,
que tanto como el viento me prendasen,
el viento que no compra ni ata nadie:
y allá lo mismo son rey y mendigo.
A una ardilla en Kyle-na-no
Ven conmigo a jugar;
¿Por qué has de atravesar
el árbol que se mece,
como si yo viniese
con un arma a matarte?
Nada haría más grave
que rascar tu cabeza
y dejar que te fueras.
Un diálogo del ser y el alma
I
Mi alma. A la antigua escalera de caracol acude;
concéntrate tan solo en su fuerte pendiente;
en la almena ruinosa que ya se desmorona,
en el aire en suspenso, de estrellas alumbrado,
y en la estrella que marca el escondido polo;
que ningún pensamiento ahora te distraiga
de la fase en que todo el pensamiento acaba:
¿quién puede distinguir la oscuridad del alma?
Mi ser. La consagrada, antigua espada en mis rodillas
es la espada de Sato, y sigue como antaño,
sigue igual de afilada, sigue igual que un espejo
al que ninguna tacha los siglos han dejado;
y ese antiguo bordado de seda con sus flores,
arrancado del traje de una dama de corte,
la vaina de madera envuelve y sigue, astroso
y pálido, sirviendo de protección y adorno.
Mi alma. ¿Por qué será que un hombre, pasada ya la flor
de su vida, recuerda con la imaginación
cosas que son emblema del amor y la guerra?
Piensa en esa ancestral noche, capaz, por poco
que la imaginación menosprecie la tierra,
y sus divagaciones el intelecto deje
con esto y con aquello, de liberar al ser
humano de ese crimen que es morir y nacer.
Mi ser. Montashigi, tercero de su familia, hace
quinientos años hizo la espada: en torno a ella
reposan unas flores de no sé qué bordado
—púrpura corazón—; todo esto yo erijo
en emblema del día, contra la torre, emblema
de la noche, y exijo, como si poseyera
derecho de soldado, disfrutar la merced
de poder cometer el crimen otra vez.
Mi alma. Esa fase lunar en plenitud rebosa
y desciende a la cuenca de la mente a tal punto
que sordo, mudo y ciego al ser humano deja,
porque ya el intelecto no sabe distinguir
entre el ser y el deber, el saber y quien sabe;
o, dicho de otro modo, a los cielos asciende;
solo son perdonados los muertos; sin embargo,
mi lengua es una piedra si me pongo a pensarlo.
II
Mi ser. Un hombre vivo está ciego y su padre bebe.
¿Qué más dará si el agua de la acequia es impura?
¿Qué más dará si todo vuelvo a vivir de nuevo?
¿Si soporto el arduo trabajo de ir creciendo;
la ignominia de ser un muchacho; la angustia
del muchacho que va transformándose en hombre;
el hombre no acabado y ese dolor que siente
cuando arrostra su propia torpeza frente a frente,
el hombre ya acabado entre sus enemigos?
¿Cómo va él a escapar, en el nombre de Dios,
a esa envilecedora forma desfigurada
que el malintencionado espejo de otros ojos
a los suyos presenta hasta que finalmente
se piensa que esa forma acaso sea la suya?
¿Y qué más da escapar si luego lo hallará
el honor soportando el embate invernal?
Me doy por satisfecho si vuelvo a vivir todo,
una y otra vez, aunque la vida sea solo
echarse entre los huevos de rana de la acequia
de algún ciego —ese ciego que apalea a otros ciegos—;
o dentro de la acequia más fecunda de todas,
la locura que el hombre hace o debe sufrir
cuando a una mujer orgullosa corteja,
una mujer que no es su alma gemela.
Me doy por satisfecho con buscar el origen
de todo lo que ocurra, acción o pensamiento;
lo que en suerte medir y perdonar me toque.
Cuando el remordimiento alguien como yo aleja,
la dicha que le embarga el pecho es tan profunda
que no le queda más que reír y cantar:
una bendición es todo para nosotros,
y bendito está todo lo que ven nuestros ojos.
¿De dónde vinieron?
Es pasión la eternidad, al empezar muchacha
y muchacho a sentir gozo sexual exclaman:
«para siempre jamás»; después, al despertarse,
ignoran el papel de cada personaje:
exultante, algún hombre, por la pasión llevado,
declama unas frases que nunca ha imaginado;
esos lomos sumisos el flagelante azota
ignorando qué deber el dramaturgo imponga,
qué maestro hizo esa fusta. ¿De dónde vinieron
mano y fusta que a Roma frígida sometieron?
Y cuando Carlomagno, que al mundo transformó,
fue engendrado, ¿qué drama sacro la estremeció?
(W. B. Yeats. Antología poética. 4ª. ed. Selec. y pról. Seamus Heaney. Trad. Daniel Aguirre. Barcelona: Lumen, 2010)
Reconciliación
Te habrán culpado acaso de que robaste
Los versos que podrían alentarlos aquel día
Cuando ensordecida, con la vista cegada
Del relámpago te alejaste y sólo pude hallar
Yelmos y espadas, cosas medio olvidadas
Que eran como recuerdos de ti. Mas ahora
Saldremos otra vez, pues vive el mundo igual que hace mucho.
Arrojaremos al foso los yelmos, las coronas, las espadas.
Amada, abrázate a mí. Desde que te marchaste
Mi estéril pensamiento me ha helado hasta los huesos.
Todo puede tentarme
Todo puede tentarme a que me aleje
De este oficio de versos. Una vez
Fue un rostro de mujer, o aún peor,
Las aparentes exigencias de mi país
Conducido por necios. Ahora
Nada llega más pronto a la mano
Que esta labor acostumbrada. Cuando joven
Y aún no había gastado un penique por una canción
¿No la cantó el poeta con tales aires
Que se creyó tenía en su casa armas escondidas?
Sin embargo, ojalá fueran mis deseos ahora
Más fríos, mudos, sordos que los de un pez.
Meditación en tiempo de Guerra
En lo que dura la palpitación de una arteria,
Sentado en esa vieja piedra gris,
Bajo el árbol quebrado por el viento,
Supe que Uno es animado,
La humanidad inanimada fantasía.
Presencias
¡La noche ha sido tan extraña! Sentía
Que el pelo se me erizaba en la cabeza.
Desde la puesta del sol he soñado
Que mujeres riendo, tímidas o violentas,
Con un frufrú de encajes y de sedas
Subían mi escalera que crujía. Habían leído
Todo lo que rimara sobre esa cosa monstruosa
Del mutuo amor que no es correspondido, sin embargo.
Se paraban en la puerta también
Entre mi gran atril de leño y el hogar
Hasta que ya sentía sus corazones latiendo:
Una es una ramera, y otra una niña
Que jamás miró un hombre con deseo,
Y otra, bien puede ser, una reina.
(W. B. Yeats. Antología poética. Introd. selec. y trad. E. Caracciolo Trejo. Madrid: Espasa-Calpe, 1984)