José Carlos Becerra

Épica

Me duele esta ciudad,
me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima
como un muerto invencible,
como las espaldas de la eternidad dormida sobre cada una de mis preguntas.
Me duelen todos ustedes que tienen por hombro izquierdo una lágrima,
ese llanto es una aventura fatigada,
una mala razón para exhibir las mejillas.

En estas palabras hay un poco de polvo egipcio,
hay unas cuantas vendas, hay un olor de pirámides adormecidas en el algodón del pasado,
y hay también esa nostalgia que nos invade en ciertas tardes,
cuando la lluvia se enreda en nuestro corazón como los cabellos húmedos y largos
de una mujer desconocida.

Estuve atento a la edificación de los templos, al trazo de las grandes avenidas,
a la proclamación de los hospitales, a la frase secreta de los enfermos,
vi morir los antiguos guerreros,
sentí cómo ardían los ángeles por el olor a vuelo quemado.

Me duele, pues, esta convocatoria inofensiva, esta novia de blanco,
esta mirada que cruzo con mi madre muerta,
esta espina que corre por la voz, estas ganas de reír y llorar a mansalva,
y el trabajo de ustedes, los constructores de la nueva ciudad,
los sacerdotes de las nuevas costumbres, los muertos del futuro.

Me duele la pulcritud inútil, la voluntad académica,
la cortesía de los ciegos,
la caricia torva como una virgen insatisfecha.

Mirad las excavaciones de la noche,
escuchen a Lázaro conversando con sus sepultureros, mostrándoles su anillo de compromiso con la Divinidad.
Vean a Lázaro en el restaurant y en el tranvía,
en el ataúd y en el puente, en el animal y en su plato de carne.

Sí, me duele este atardecer,
esta boca de sol y de verano.

El yo es odiable

El yo es odiable, escribió Pascal
mientras limpiaba sus armas para pelear con el infinito
pero el yo lo aventajaba como una gran torre cuando la luz ladea la cara de la sangre.

Viene el yo a comerse su parte, su ventaja de infinito que nunca será demostrado,
y así arrea sus límites, cuida los ojos inmóviles del Paraíso Terrenal, cierra su jaula, charla con quien se ofrece.

Con su desesperación escondida, Pascal no pudo hacerle a su yo una mala jugada,
su eternidad no era comestible, en su honor lo sagrado sonreía con la torpeza del incrédulo o del enamorado.

Y en otra parte
las ruinas fatigaban a la parte demostrable de la eternidad,
mientras el yo de Pascal lo devoraba.

Ritmo de viaje

Este cuerpo que yo acaricio lentamente extendiendo la noche,
este cuerpo donde yo he penetrado en mi propia distancia,
en mi sofocamiento de sombra.

Este vientre donde el amor abarca a la noche,
estos senos donde la luz altera los signos,
este cuerpo al que ahora me entrelazo, este cuerpo al que ahora me solicito.

Este cuerpo conmigo se traspone, se vence,
se lleva consigo a la noche y sus altares,
sus caminos ardiendo por su propia señal,
su oleaje, sus costas encendidas…

Esta mujer donde la noche descifra sus juegos ocultos,
este amor al que no debemos llamar amor sino adentro de sus aguas.
Este amor, este amor,
este instante donde el infinito es la obra de los que se aman,
de aquellos que llegan al estanque de cada caricia como buzos sagrados.
Este ritmo, este ritmo de viaje,
esta navegación entre la bruma,
todo lleva consigo su bandera extraviada,

su aurora boreal…

Me acordaré de ti

Por el camino de todos mis términos,
será de ti que me acuerde.
Por el viento solano, por la lengua extranjera, por la pestilencia en la cueva del lobo, por los altavoces en la sala de un gran aeropuerto, por las cestas de higos a la hora en que se vuelve del campo, por el olor a comida que sube por los cubos de los patios en el viejo París, por la joven de minifalda y pequeñas caderas que sale fumando de las discotecas, por las uvas agraces y por el ruido que sólo yo puedo escuchar en las épocas en que el silencio logra la perfección del idioma;
me acordaré de ti,
me acordaré de ti,
en vino corriente, en silbidos, en ascensores.

No ha sido el ruido de la noche

No, no era ese ruido,
era la respiración como una historia de hojas pisadas,
el recuerdo del viento que movía el recuerdo de unos cabellos largos,
el chillido de un pájaro, el animal manchado por su muerte futura.

No, no era ese ruido;
al menos no lo era cuando la esperanza levantaba sus cabezas todavía sin cortar,
todavía sin que fueran cabezas,
y se quejaba dulcemente, y fraguaba pequeños arrebatos, exclamaciones líricas,
y una niña secreta hacía de nuestras manos
cosas abandonadas.

Entonces no era el ruido de la noche,
el crecimiento de la yerba en los ojos dormidos.

El otoño no descuidaba su tarea,
las hojas secas comían por última vez en las manos del sol de la tarde;
pero no era el otoño el que movía las alas,
era el rumor de ese pájaro cuyas alas habían crecido tanto
hasta enredarse con el azul del cielo,
y uno ya no sabía si era el pájaro o el cielo el que volaba
oscureciéndonos el rostro.

No, no era el esfuerzo con que el amanecer desarma a los astros,
la noche vestida por la respiración de los que duermen,
o sentada junto a aquellos que buscan en su corazón hasta el alba
sinuosidades y escorpiones de astros

Y era también la sangre abriendo y cerrando puertas,
la tarde que escurría del cielo desmintiendo lo azul,
diciendo a lo blanco.

El sol retiraba sus urnas abiertas,
los pájaros metían el pico en el infinito y quedaban insensibles,
la primavera me salpicaba un hombro de polen
y alguien reía con fuerza en los espejos rotos.

Por el tiempo pasas

Por el tiempo pasas, lo cruzas, sales de él,
rozas la superficie de la muerte
y distraída sigues hacia donde no sé si sigues.

Eres tú la que cruzas el tiempo,
la que aparta a la muerte como si se tratara de una cortina,
la que destapa el espejo como si se tratara de una lata de cerveza que luego te bebes y la arrojas vacía sobre el asfalto.

(J. C. Becerra. El otoño recorre las islas. México: SEP / Era, 1985)