Al atardecer regresamos
a la ciudad. Dos cerros blancos
brillan a la izquierda;
lunares y emblemáticos, se oponen
al absoluto verde
de donde ahora venimos, al páramo y los valles
de pequeñas iglesias.
Ser cerro, ser quieto, ser blanco,
ocultar los bordes de la herida.
Los miras,
brillan en el atardecer como la calma.
*****
te busco por calles
de casas en ruinas y olor acre,
no hay timbres ni nombres;
te encuentro y me miras
pequeño y envejecido, no eres tú,
te pones un sombrero rayado
de ala vuelta y mínima, te vas
*****
Veo cada vez más ancianos,
son distintos entre la gente
de la calle, miran como si hablaran
otra lengua. Los veo más
por la sensación de amenaza, el mundo
poblándose de signos.
También los jóvenes son otros,
una lengua, oscuros. Sólo es compacta
mi edad, como si fueran a quedarse.
*****
los animales domésticos
la inquietan, no sabe
tratarlos, la relación
no fluye; el niño
se abalanza
sobre la que ha llegado,
ella mira hacia fuera
desde el balcón, no sin codicia deja
pasar unos instantes, ya se ha hecho
de noche
*****
Hace ocho años nevó así, amaneció
blanca la ciudad de casas en pendiente.
Con la alegría había regresado de quien
temió no regresar. La nieve era hito,
modo de la conciencia que exploraba
los límites. La hermosura del
alba, la nieve por la muerte, inflamada
percepción de la noche y la luz.
(O. García Valdés. Esa polilla que delante de mí revolotea. Poesía reunida (1982-2008). Pról. Eduardo Milán. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2008)