Carlos Pellicer

Dúos marinos

A Xavier Villaurrutia

El mar diurno en la sombra de sus naves.
El mar nocturno en el farol de proa.
El mar del día que voltea el día.
El mar de noche que el timón platea.
Los días en el mar nos siembran cielo.
Las olas diarias lían su fortuna.
El mar noche es la rana gigantesca:
croa gárgaras bruscas en las rocas.
El sol arquea peces voladores,
la luz a tiempo es flecha en tiempo claro.
El mar sabe su edad en pleno día.
En las noches marinas son morenos
los andantes espumas del pasado.
El mar de noche es de segunda mano.
El mar de día es toda la sandía,
la primera tajada es brisa y rosa,
barca lisa en el agua amanecida,
mano de siesta y agua presurosa.
La tinta de los pulpos deja a tientas
el mar que busca la puerta del baño.
La gran noche del mar es vida o muerte.
El mar se busca y se halla y grita y huye.
La sal huele a azúcar en manos mojadas
y el color es nada que nadie miró.
Cuando el mar nocturno, cuando el mar diurno
—¿las sombras desde cuándo?, ¿las luces cuándo?—
vira el viaje a las islas sorprendidas,
el ave del paraíso mueve su reflector
sobre la fiesta enorme de Oceanía.
El agua en la mañana
ciñe a los niños limpia resolana.

Las noches están llenas de piedras usadas.
El mar nocturno, el mar bajo de noche
cuyo viaje aplazó porque es de noche,
y en las noches el mar corre más riesgo.
El mar diurno entre azul y buenas noches
que se comió las perlas y se ríe
con las perlas que valen un gobierno.
El mar cuenta en las noches las ausencias,
su voz tiene una lágrima, otra lágrima.
Dos lágrimas tan juntas que parecen de dos.

Una cualquier mañana
de mar, volvieron los adioses.
Ni quien los despidiera, ni una ventana abierta.
¿Volvería a comprarlos el que ya los conoce?

Y el mar del día
se metía a caballo en las basílicas
de los cantiles vastos y tan altos
que el águila costera
escuchó los barriles del asalto
y preguntó a las nubes: ¿es o era?
Mar de noche, mar ciego, mar frío,
cuando los capitanes son más lúcidos
entre la borrachera de los barcos.

En una mano tengo el mar de noche.
En otra mano tengo el mar de día.
La angustia de estar solo un solo día
abre los ojos para mí en la noche.
El mar nocturno traigo en una mano.
Premio al número par deste mareo.
La voz a nado sube a su deseo.
El mar diurno en la palma de la mano.
Mar de día y de noche,
abierto de noche y de día,
de perfil y de frente,
sangre al costo, poema y poesía.

Invitación al paisaje

A Ignacio Medina

Invitar al paisaje a que venga a mi mano,
invitarlo a dudar de sí mismo,
darle a beber el sueño del abismo
en la mano espiral del cielo humano.

Que al soltar los amarres de los ríos
la montaña a sus mármoles apele
y en la cumbre el suspiro que se hiele
tenga el valor frutal de dos estíos.

Convencer a la nube
del riesgo de la altura y de la aurora,
que no es el agua baja la que sube
sino la plenitud de cada hora.

Atraer a la sombra
al seno de rosales jardineros.
(Suma el amor la resta de lo que amor se nombra
y da a comer la sobra a un palomar de ceros).

¡Si el mar quisiera abandonar sus perlas
y salir de la concha…!
Si por no derramarlas o beberlas
—copa y copo de espumas— las olvida.

Quién sabe si la piedra
que en cualquier recodo es maravilla
quiera participar de exacta exedra,
taza-fuente-jardín-amor-orilla.

Y si aquel buen camino
que va, viene y está, se inutiliza
por el inexplicable desatino
de una cascada que lo magnetiza.

¿Podrán venir los árboles con toda
su escuela abecedaria de gorjeos?
(Siento que se aglomeran mis deseos
como el pueblo a las puertas de una boda).

El río allá es un niño y aquí un hombre
que negras hojas junta en un remanso.
Todo el mundo le llama por su nombre
y le pasa la mano como a un perro manso.

¿En qué estación han de querer mis huéspedes
descender? ¿En otoño o primavera?
¿O esperarán que el tono de los céspedes
sea el ángel que anuncie la manzana primera?

De todas las ventanas, que una sola
sea fiel y se abra sin que nadie la abra.
Que se deje cortar como amapola
entre tantas espigas, la palabra.

Y cuando los invitados
ya estén aquí —en mí—, la cortesía
única y sola por los cuatro lados,
será dejarlos solos, y en signo de alegría
enseñar los diez dedos que no fueron tocados
sino
por
la
sola
poesía.

(C. Pellicer. Hora de junio y Práctica de vuelo. Lecturas mexicanas 22. México: FCE / SEP, 1984)

El canto del Usumacinta

De aquel hondo tumulto de rocas primitivas,
abriéndose paso entre sombras incendidas,
arrancándose harapos de los gritos de nadie,
huyendo de los altos desórdenes de abajo,
con el cuchillo de la luz entre los dientes,
y así sonriente y límpida,
brotó el agua.

Y era la desnudez corriendo sola
surgida de su clara multitud,
que aflojó las amarras de sus piernas brillantes
y en el primer remanso la cara azul.

El agua, con el agua a la cintura,
dejaba a sus dioses nuevas piedras de olvido,
y era como el rumor de una escultura
que tapó con las manos sus aéreos oídos.

Agua de las primeras aguas, tan remota,
que al recordarla tiemblan los helechos
cuando la mano de la orilla frota
la soledad de los antiguos trechos.

Y el agua crece y habla y participa.
Sácala del torrente animador,
tiempo que la tormenta fertiliza;
el agua pide espacio agricultor.

Pudrió el tiempo los años que en las selvas pululan.
Yo era un gran árbol tropical.

En mi cabeza tuve pájaros;
sobre mis piernas un jaguar.
Junto a mí tramaba la noche
el complot de la soledad.
Por mi estatura derrumbaba el cielo
la casa grande de la tempestad.
En mí se han amado las fuerzas de origen;
el fuego y el aire, la tierra y el mar.

Y éste es el canto del Usumacinta
que viene de muy allá
y al que acompañan, desde hace siglos, dando la vida,
el Lakantún y el Lakanjá.
¡Ay, las hermosas palabras,
que si se van,
que no se irán!

¿En dónde está mi corazón
atravesado por una flecha?
La garza blanca vuela, vuela como una fecha
sobre un campo de concentración.

Porque el árbol de la vida,
sangra.
Y la noche herida,
sangra.
Y el camino de la partida,
sangra.
Y el águila de la caída,
sangra.
Y la ventaja del amanecer, cedida,
sangra.
¿De quién es este cuello ahorcado?

Oíd la gritería a media noche.
Todo lo que en mí ya solamente palpo
es la sombra que me esconde.

Empieza a llover
en el tablado de la tempestad
y la anchura del agua abandonada
disminuye la nave de su seguridad.

Es la gran noche errónea. Nada y nadie la ocupan.
Tropiezan los relámpagos los escombros del cielo.
La gran boca del viento se estranguló en la ceiba
que defiende energúmena, su cantidad de tiempo.

Se canta el canto del Usumacinta,
que viene de tan allá,
y al que acompañan, dando la vida,
el Lakantún y el Lakanjá.

En una jornada de millones de años
partió el gran río la serranía en dos.
Y en remolinos de sombrío júbilo
creó el festival de su frutal furor.

Los manteles de su mesa son más anchos que el horizonte.
Pedid, y no acabaréis.
En el cielo de toda su noche,
una alegría planetaria nos hace languidecer.

Esta es la parte del mundo
en que el piso se sigue construyendo.
Los que allí nacimos tenemos una idea propia
de lo que es el alma y de lo que es el cuerpo.

Se me vuelven tiendas de campo los pulmones,
cuando pienso en este río tropical,
y así en mi sangre se pudre la vida
de tanto ser energía
en soledad antigua o en presente caudal.

Cuando me llega el ruido de hachazos
de la palabra Izankanak,
me abunda el alma hasta salirme a los ojos
y oigo el plumaje golpe de un águila herida por el huracán.
Un mundo vegetal que trabaja cien horas diarias,
me ha visto pasar en pos de la noche y del alba.

Reconoció en mis ojos el poderoso espejo;
reconoció en mi boca fidelidad madura.
Vio en mis manos la caña que aflautó el aire húmedo
y le mostré mi pecho en que se oye la lluvia.

Mirando el río de aquellos días que el sol engríe,
al verde fuego de las orillas robé volumen
y entre las luces de lo que ríe, lo que sonríe,
es un jacinto que boga al sueño de otro perfume.

El pájaro turquesa
se engarzó en la penumbra de un retoño
y entre verdes azules canta y brilla
mientras la hembra gris calla de gozo.

Mirando el río de aquellas tardes
junté las manos para beberlo.
Por mi garganta pasaba un ave,
pasaba el cielo.

Mirando el río
di poca sombra:
todo era mío.

Todas pintadas, jamás extintas,
son estas aguas, río de monos, Usumacinta.
En tu grandeza
con esplendores reconfortaste savia y tristeza.
Te descubrí,
y en ese instante
tras un diamante
solté un rubí:
de asombro existo,
preclara cosa;
sangre dichosa
de haberte visto.

Robé a tu geografía
su riqueza continua de solemne alegría.
El que tumbe así el árbol de que estoy hecho
va a encontrar tus rumores entre mi pecho.
Y es un cantar de cántaros,
y es la nube de pájaros
y es tu lodo botánico.

En las sombras históricas de tu destino
cien ciudades murieron en tu camino.
Atadas de pies y manos
están esas ciudades.
Entre una jauría de árboles desmanes
se moduló la sílaba final de esas edades.

Los hombres de un tiempo del río
la frente se hacían en ataúd;
y el resplandor terrestre de sus avíos
les dio una honda gracia de juventud.

Sonreían con las manos
como alguien que ha podido tocar la luz.

¡Ay, las hermosas palabras,
que si se irán,
que no se irán!
Lo que acontece ya en mi memoria cunde en mis labios,
con Uaxaktún,
con Yaxchilán.

Después fueron los paisajes sumergidos
y el sagrado maíz se pudrió.
Y en las ciudades desalojadas,
el reinado de las orquídeas se inició.
Así, cuando llueve socavando sobre el Usumacinta,
aun en la corteza de los viejos árboles
se encoge el terror.
El hombre abandonado que ahora lo puebla
fulgurará otra vez poderoso entre la muerte y el amor.

Eres el agua grande de mi tierra.
La tormenta dinámica del ocio tropical.
El hombre en ti es ahora la piedra que habla
entre el reino animal y el reino vegetal.
Por el hueco de un árbol podrido
pasa el verde silencio del quetzal.
Es una rama póstuma.
Es la inocencia deslumbrante que nada tiene que declarar.

La sapientísima serpiente,
lo llevó un día sobre su frente cenital.

¿En dónde está mi corazón
partido en dos por una flecha?
La garza blanca vuela, vuela como una fecha
sobre un campo de concentración.

¡Ay, las hermosas palabras,
que si se van…,
que no se irán
de este canto del Usumacinta,
que brotó de tan acá,
y al que acompañan, dando la vida, desde hace siglos,
el Lakantún y el Lakanjá.

Porque del fondo del río
he sacado mi mano y la he puesto a cantar.

(Poesía mexicana II, 1915-1979. Introd., selec. y notas Carlos Monsiváis. México: Promexa, 1979)