Trasatlántico
Los últimos veinte años fueron buenos para casi todo el mundo,
salvo para los muertos. Pero tal vez también para ellos.
Tal vez el propio Todopoderoso se ha aburguesado un poco
y maneja tarjeta de crédito. Si no, el paso del tiempo
carece de sentido. De aquí la memoria, los recuerdos,
los valores, la conducta. Uno espera no haber extenuado del todo
a su madre, a su padre, a ambos o a un puñado de amigos,
pues dejan de asediar nuestros sueños. En nada semejantes
a la ciudad, nuestros sueños se despueblan
conforme envejecemos. Por eso el descanso eterno
cancela el análisis. Los últimos veinte años fueron buenos
para casi todo el mundo y representamos la vida venidera
para los muertos; cabe poner en entredicho su calidad,
no así su duración. A los muertos, se supone, no les importaría
alcanzar la condición de las personas sin hogar y dormir en paseos con arcadas,
u observar submarinos preñados que regresan
a su muelle de origen después de un viaje por todo el mundo
sin destruir la vida sobre la tierra, y sin contar siquiera
con una bandera propia que izar.
1991
Dédalo en Sicilia
Pasó su vida entera construyendo algo, inventando algo.
Primero, una vaquilla artificial para la reina de Creta
con que poner los cuernos al rey. Luego un laberinto, esta vez
para el propio rey, a fin de ocultar de las miradas de azoro
a un engendro insufrible. O un artefacto volador, cuando
el rey al fin descubrió quién en su corte
lo mantenía tan ocupado con nuevas patentes.
Su hijo pereció en el viaje, cayendo al océano,
como Faetón, quien, según cuentan, también hizo caso omiso
del consejo del padre. Aquí, en Sicilia, entumido en la calcinante arena,
hay un viejo sentado, capaz de viajar por aire
si no le dejan otro medio de transporte.
Pasó su vida entera construyendo algo, inventando algo.
Pasó su vida entera huyendo de esas ingeniosas construcciones,
de esos artilugios. Como si invenciones
y artificios, hijos avergonzados de sus padres,
desearan deshacerse de sus heliógrafos. Cabe suponer que se trataba del miedo
a la repetición. Las olas corren por la arena;
a sus espaldas, brillan los colmillos de los montes lugareños.
Pero él ya había inventado el balancín en sus años mozos,
sirviéndose del estrecho parecido entre dinámica y estática.
El anciano se inclina, ata a su frágil tobillo
un hilo largo (para no extraviarse),
se endereza con un gruñido y se encamina al Hades.
1993
Después de nosotros
Después de nosotros, claro, ni el diluvio
ni la sequía. Probablemente, el clima
del Reino de la Justicia con sus cuatro estaciones,
será templado para que el colérico,
el melancólico, el sanguíneo y el flemático puedan
gobernar sus tres meses correspondientes.
Desde la perspectiva de alguna enciclopedia,
es tiempo de sobra. Aunque, sin duda, los caprichos
de la presión atmosférica o los de la temperatura
podrían confundir a un reformista. Pero el dios del comercio
sólo se complace con un alza en la demanda de trajes de lana,
paraguas ingleses, abrigos de estameña. Sus más terribles enemigos
son las medias zurcidas y los pantalones parchados.
Parecería que la lluvia que se ve por la ventana
aboga de manera explícita por este enfoque claramente
económico del pasaje o, en general, de todo el universo.
Pero la Constitución no habla de la lluvia.
En ella no aparece una sola referencia
a los barómetros, ni, por lo demás, a nadie
que sentado en un taburete, con una madeja de hilaza,
como robusto Alcibíades, pase la noche leyendo
con atención las manoseadas páginas de una revista de modas
en la sala de espera de la Edad de Oro.
1994
Una fotografía
Vivíamos en una ciudad teñida con el color del vodka helado.
La electricidad llegó de muy lejos, de los pantanos,
y el departamento parecía por la noche
estar picado de mosquitos y manchado de turbera.
La ropa era incómoda y revelaba
la cercanía del Ártico. Al fondo del corredor
resonaba el teléfono, renuente a recobrar su sano juicio
luego de la guerra recién concluida.
Los billetes de tres rublos lucían mineros y aviadores.
Yo ignoraba que un día todo aquello desaparecería.
En la cocina, ollas charoladas
infundían confianza en el mañana,
al trocarse en el sueño, tercamente, ya en cascos
ya en un ejército de Marte. Los automóviles también rodaban
con rumbo al futuro y casi todos eran negros,
grises, y a veces -los taxis-
incluso castaño claros. Resulta raro y no muy agradable
pensar que ni siquiera el metal conoce su destino
y que la vida ha transcurrido para propiciar una apoteosis
de la compañía Kodak, con su fe en las copias
y su tendencia a suprimir los negativos.
Aves del Paraíso cantan aunque no salten las ramas.
1994
(J. Brodsky. Y así por el estilo. So Forth. Trad. José Luis Rivas. Xalapa, Veracruz: Universidad Veracruzana, 2009)