Nada esperes
de las cosas
mortales.
Nada
de las inmortales.
Apenas
—quizá—
un recuerdo
sin recuerdo.
La biografía
de un vestigio
de la deficiencia.
Fuera de eso,
los sustos infantiles,
sus lobos
en la declinación de un bosque
alto y de ojos díscolos.
Al corazón no le importa
la letra chiquita
de las transacciones,
se conforma
con esos sueños
que tienen frescura
y no la tienen.
Por eso,
ningún poema
es más que todo.
Canta con muchas bocas
y nace por la muerte
a mejor cielo.
En su gama infinita
una música blanca
que se cuida
sola.
Como cuando
un ángel sexual
llama a la jauría con malicia
y el libro de grandes árboles
se llena
de besos carnívoros
persiguiendo a un ciervo
imaginario.
Es escaso lo humano
en lo humano.
Insolvente el afán
de escribir y seguir
muriendo.
Tanta nerviosa insistencia
para una acústica
muda.
Tanto renglón ingenioso
y ninguna caricia.
Habrá que morir
varias veces,
practicar con esmero
lo más profano,
ser a las anchas
eso que llega en secreto
y por altavoces.
La felicidad
tiene su silla en el cielo
y otras rarezas
de la gravedad.
No importa el final
sino el adentro
:
esta ceniza,
estos huesos,
esta flor manchada
sin atenuantes.
Se trata de una elección
de tinieblas,
de una estela sonora
que hace antiguo
a lo antiguo.
Cada criatura es un folio
Cada folio un verbo
que se conjuga
en acusativo.
Se incinera el mundo,
entra en la noche que era
mañana adentro.
¡Larga vida a lo efímero!
¡Larga boca
a aquello que no cesa
de dormirse como un niño!
(M. Negroni. Exilium. Madrid: Vaso Roto Ediciones, 2016)