Thomas Hardy

Infancia entre helechos

Un día en que lloviznaba me hallaba en la pradera
donde erguidos helechos surgían exuberantes,
y ellos eran mi sola protección frente al agua.

Aumentaba la lluvia empapando las hojas
y corría por los tallos junto a mí, y se alejaba
en lentos riachuelos, mientras yo, con orgullo,

veía mi refugio bajo el agua. Y, si pronto
unas gotas cayeron entre las verdes ramas,
yo seguía sentado como si no lloviera.

Entonces surgió el sol, e hizo brotar un dulce
aliento de los lacios helechos al secarse:
“Aquí podría vivir —dije yo— hasta la muerte”.

Y, sentado debajo de aquellos rayos verdes,
pregunté: “¿Por qué tengo que convertirme en hombre
y recorrer las sendas de ese lejano Mundo tan ruidoso?”

Dejadme que disfrute

I

Dejadme que disfrute de la tierra, aun consciente
de que aquella gran Fuerza, creadora de todo,
cuando hizo con sus manos su atractiva belleza,
no tuvo entre sus fines pensar en mi placer.

II

Se cruza en mi camino una mujer hermosa,
que para mí no tiene ni palabras ni gestos;
mas yo me haré un embrujo de su aire despectivo
y ensalzaré los labios que míos no habrán de ser.

III

De viejos manuscritos con sentidas canciones
que brotaron de escenas y ensueños ignorados
yo extraeré arrebatos, como si fueran míos,
pese a estar bien consciente de que son obra de otros

IV

Y algún día en el futuro, al mismo Paraíso
y hacia todos sus santos —suponiendo que existan—
alzaré desde lejos unos ojos alegres
aun sabiendo que allí no hay sitio para mí.

Me miro en el espejo

Me miro en el espejo,
veo mi piel ajada,
y digo “¡Dios quisiera
que hubiese envejecido mi corazón igual!”

Así no sufriría
al ver los corazones que se me han vuelto fríos
y el eterno descanso esperaría yo solo
con ánimo impasible.

Pero el Tiempo, que quiere verme seguir sufriendo,
hay parte que nos quita, otra parte nos deja;
y sacude este frágil cuerpo al llegar la tarde
con pálpitos que son del mediodía.

Vamos llegando al fin

Nos vamos acercando al final de entender
lo que ser no es posible dentro de este universo,
como que buenos tiempos puedan seguir a malos,
o que ésta nuestra raza mejore razonando.

Sabemos que, al igual que la alondra enjaulada
canta sin pensar que alguien pueda hender el conjuro
que por siempre la cierra en ataúd dorado,
nosotros perseguimos nuestro placer convulsos.

Y que, cuando los pueblos se lanzan a asolar
la tierra del vecino a caballo y a pie
y abren en sus llanuras infectas cicatrices,
pueden volver a hacerlo, no por gusto o conscientes,
más bien enloquecidos por fuerzas infernales.
Sí. ¡Vamos acercándonos al fin de nuestros sueños!

(T. Hardy. Los poemas del novelista. Selec., trad., carta introductoria y notas Adolfo Sarabia. Ed. bilingüe. Madrid: Ediciones Hiperión, 2002)