Malva Flores

La forma de la piedra no es ya
lo que parece. Hiedra.
Digamos hiedra y trepará los muros de la tapia vecina.

Sobrenombrar la piedra no destruye
su esencia: dificulta su ascenso.

Démosle nombre. Y aquel fulgor que resta
de su médula ígnea alumbrará la risa,
y en risa convertida se irá
de tumbos, la piedra saltimbanqui,
por el despeñadero.

Llamemos corazón a la piedra de río:
—lisa, blanca, moldeada por el roce—
y allí se quedará rumiando el agua
impasible en su esencia
y en ella constreñida.

*****

He olvidado el nombre de las cosas.
En medio de circuitos, balbuciendo
unas cuantas palabras sin sentido,
busco el cajón exacto del cerebro
donde guardé algún día la voz
con que llamaba vino al agua
de las uvas,
al pan,
no lo recuerdo.

Aparece la imagen pero no tiene nombre
y todo es ya película silente
donde las cosas han derivado en gestos:
—pantomima a color, la cinta
de Moebius donde corro.

*****

Nunca ha sido verdad que el hilo
se rompa por lo más delgado. Se rompe
y punto. Buscar explicación
es desdorar la mano de Penélope.

Se rompe.
Se rompió. Hasta una errata
puede acabar también con tu futuro.

*****

Alguna vez tuviste una intención profunda
de convertirte en otra. Atesorar escamas
como libros, nadar en la academia
de perfección sonora. Todo correcto,
limpio, transparente. De un punto
al otro, la distancia más corta
está en la recta. Así es la geometría.

Alguna vez regresé
a la gramática.

*****

II

Que no. Que nunca
se destruye la materia
que sólo se transforma.
Ya lo había dicho Ovidio muchos años atrás.
Y lo dirá cualquiera cuando
tengamos plumas.

Lo que no se utiliza se elimina. Porque
nombres es destino, el apéndice
fuera. El meñique también.

Ya andaremos pezuñas
buscando el eslabón perdido.

(M. Flores. Luz de la materia. México: Era, 2010)