Rubén Darío

Amo, amas

Amar, amar, amar, amar siempre, con todo
el ser y con la tierra y con el cielo,
con lo claro del sol y oscuro del lodo:
amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.

Y cuando la montaña de la vida
nos sea dura y larga y alta y llena de abismos,
amar la inmensidad que es de amor encendida
¡y arder en la fusión de nuestros pechos mismos!

Sum…

Yo soy en Dios lo que soy
y mi ser es voluntad
que, perseverando hoy,
existe en la eternidad.

Cuatro horizontes de abismo
tiene mi razonamiento,
y el abismo que más siento
es el que siento en mí mismo.

Hay un punto alucinante
en mi villa de ilusión:
la torre del elefante
junto al kiosco del pavón.

Aún lo humilde me subyuga
si lo dora mi deseo.
La concha de la tortuga
me dice el dolor de Orfeo.

Rosas buenas, lirios pulcros,
loco de tanto ignorar,
voy a ponerme a gritar
al borde los sepulcros:

¡Señor, que la fe se muere!
Señor, mira mi dolor.
¡Miserere! ¡Miserere!…
Dame la mano, Señor…

Querida de artista

Cultiva tu artista, mujer,
que por cierto debes tener
los ojos de las hechiceras…
Cultiva tu artista, mujer,
sin abusar del alfiler
y del filo de las tijeras.
Y si eres de las hechiceras
que, desnudas, se dejan ver
en las pieles de las panteras,
o si de las tristes y fieras,
cultiva tu artista, mujer…

La bailarina de los pies desnudos

Iba en un paso rítmico y felino
a avances dulces, ágiles o rudos,
con algo de animal y de divino,
la bailarina de los pies desnudos.

Su falda era la falda de las rosas,
en sus pechos había dos escudos…
constelada de casos y de cosas…
la bailarina de los pies desnudos.

Bajaban mil deleites de los senos
hacia la perla hundida del ombligo,
e iniciaban propósitos obscenos
azúcares de fresa y miel de higo.

A un lado de la silla gestatoria
estaban mis bufones y mis mudos…
¡Y era toda Selene y Anactoria
la bailarina de los pies desnudos!

El faisán

Dijo sus secretos el faisán de oro:
en el gabinete mi blanco tesoro;
de sus claras risas el divino coro.

Las bellas figuras de los gobelinos,
los cristales llenos de aromados vinos,
las rosas francesas en los vasos chinos.

(Las rosas francesas, porque fue allá en Francia
donde en el retiro de la dulce estancia
esas frescas rosas dieron su fragancia).

La cena esperaba. Quitadas las vendas,
iban mil amores de flechas tremendas
en aquella noche de Carnestolendas.

La careta negra se quitó la niña,
y tras el preludio de una alegre riña
apuró mi boca vino de su viña.

Vino de la viña de la boca loca,
que hace arder el beso, que el mordisco invoca,
¡oh los blancos dientes de la loca boca!

En su boca ardiente yo bebí los vinos,
y, pinzas rosadas, sus dedos divinos
me dieron las fresas y los langostinos.

Yo la vestimenta de Pierrot tenía,
y aunque me alegraba y aunque me reía,
moraba en mi alma la melancolía.

La carnavalesca noche luminosa
dio a mi triste espíritu la mujer hermosa,
sus ojos de fuego, sus labios de rosa.

Y en el gabinete del café galante
ella se encontraba con su nuevo amante,
peregrino pálido de un país distante.

Llegaban los ecos de vagos cantares;
y se despedían de sus azahares
miles de purezas en los bulevares.

Y cuando el champaña me cantó su canto,
por una ventana vi que un negro manto
de nube, de Febo cubría el encanto.

Y dije a la amada de un día: -¿No viste
de pronto ponerse la noche tan triste?
¿Acaso la Reina de luz ya no existe?

Ella me miraba. Y el faisán cubierto
de plumas de oro: -¡Pierrot, ten por cierto
que tu fiel amada, que la Luna ha muerto!

(R. Darío. Antología personal.  Ed. Ricardo Llopesa. México: Joaquín Mortiz, 2013)