Gerardo Deniz

Pausa

Hacia la lámpara
sube del cenicero una veta silenciosa
y en el papel hay catorce nudos de hilo negro,
único invento de hoy.
Dentro del vaso
suena el hielo en voz baja
al resbalar en sí mismo, disminuido.

Fui yo

Pensaba una vez, una más,
en esa manera célebre de tantas damitas,
alternativamente concediendo y denegando;
sobre todo en el para qué,
será puro ego boosting tan mínimo
o por supuesto algo mucho más complicado
que los novelistas exponen, pero como no los entiendo me
            aburren.
Oí que algo caía en el techo. Subí a ver.
Eran los cojones de Urano.
Los mandé lejos de una patada.
Al otro día me enteré del nacimiento de Afrodita y de todo lo
            demás, que por sabido se calla.

Exordio

¡Cuerpo como un hermoso códice de Bizancio: cuántos
            escolios por murmurar en tus pliegues húmedos,
tendida sobre la sábana —así la recensión panatenaica en el
            pupitre alejandrino—,
marcarte despacio con los dientes los primeros obelos en la
            piel,
acechando variantes en tus soberbios decúbitos de virgen
            necia,
entornados los ojos, y como nuncios in partibus infidelium
            las manos!

Hora

El último sol dibuja la ventana en diagonal sobre la cama y
            nosotros
el sublime concierto a la memoria de un ángel
no lo escucho
no la veo
lo consumamos
tobillo en el pliegue de mi cuello
dedos extraños del otro pie en la boca
sólo existen Saturno y el vacío
a la temperatura de tu vida.

(G. Deniz. Erdera. México: FCE, 2005)

Método

En el cuadrado azul del tragaluz
contemplábamos el borde de una nube;
yo te había enseñado a ver esas cosas, decías.
Sin cambiar de voz y sin prisa y sin pausa
le atribuí cualidades por orden alfabético
que sin duda dejaban todo igual
pero tú aprobabas con la vista en alto,
pues las mujeres hallan natural la falacia patética.
Cuando algo te sonó por fin desconcertante
y advertiste que lo que le colgaba yo al cielo
te lo quitaba a ti,
acabaste de quedar desnuda.

Norte

Ésta era tu casa,
donde nunca entré,
que nunca vi de día
cuando hace siglos te acompañaba, tarde,
esperaba que entrases por la puerta donde me he
        detenido
y volvía, húmedo de ti aún a través de la noche blanda,
        segura,
porque la certidumbre de tu vida y de tu carne
era un arroyo de leche prodigiosa y confiada.

Ahora es mediodía, azul y nubes;
me da vértigo entender de pronto
que esta calle que hasta hoy no conocí a la luz
fue tuya antes de hallarnos;
luego llegué y dudabas, recorriste esta acera
semanas, pensando a qué nueva extraña prueba
        someterme;
quizá mirabas aquel balcón de esquina al decidirte
y la siguiente noche que nos trajo aquí juntos
nos había encontrado mezclándonos lejos.

Dormiste aquí adentro entonces como en toda otra fecha;
¿qué repasabas al unir los párpados?
¿qué al despertar en un domingo igual a éste?
Saliste, y quien pasara te siguió con la vista deseándote.
Por donde ahora me alejo me llevaste en los ojos, los
        oídos, en la piel, en las vísceras.
Algo de mi sustancia se hacía matiz tuyo
en el albor de nuestro primer año.

(G. Deniz. Mansalva. México: SEP, 1987)