Carol Ann Duffy

Libre albedrío

El país en su corazón balbuceaba un lenguaje
que ella no podía explicar. Cuando consiguió el dinero
les pagó para que se llevaran algo de ella.
Sin importar lo que fuera no le permitió tener un hombre.

No era nada y aun así se descubrió llorando por nada.
Por encima de la razón su cuerpo estaba en duelo,
      aunque la mente
la aconsejaba como un doctor que ya lo había oído todo.
Cuando las palabras insistían eran acalladas con un cigarro.

Los sueños eran una pesadilla. Cosas en las que no quería
pensar insistían en ser pensadas.
Estaban en su sangre, flotando como desechos;
conforme se le iba el sueño eran arrojadas a su cara.

Una vez, de niña, cortó un gusano por la mitad,
observando cómo se retorcía bajo el cuchillo.
La parte que separó no se moría a pesar
del corte, se quedó dentro de ella toda su vida.
                                                Trad. Marina Fe

Éxtasis

Pues tú me piensas todo el día, así yo también pienso en ti.
Las aves cantan bajo el abrigo de un árbol.
Por encima de la plegaria de la lluvia, el azul sin límites,
no el paraíso, se extiende inmensurable hacia ninguna parte.
¿Cómo es que nuestras vidas pueden alejarse
de nuestro ser, en tanto quedamos atrapadas en el tiempo,
haciendo fila para morir? Al parecer nada cambiará
la pauta de nuestros días, ni alterará la rima
asonante que hacemos entre pérdida y dicha.
Entonces llega el amor, como una bandada súbita de pájaros
de la tierra al cielo después de la lluvia. Tu beso,
evocado, desgrana, como perlas, esta cadena de palabras.
Vastos cielos nos unen, juntando el aquí con el allá.
Deseo y pasión en el aire pensativo.
                                                Trad. Eva Cruz

Encontrar las palabras

Encontré las palabras en el fondo de un cajón,
envueltas en paño negro, como tres anillos
tomados de la mano de una mujer muerta, oro
frío, opaco. Las había sostenido antes,

                                                                        hace años,
luego las guardé y olvidé lo que sea que hubiera
podido decir si las usara. Llevé la primera a mis labios,
la segunda, la tercera, como un sacramento,
como una promesa, como un beso,

                                                            y mi aliento
entibió las palabras, las que precisaba para decir esto, palabras
      cortas
y pocas. Las froté hasta que relucieron en mi palma
—yo te amo, yo te amo, yo te amo—
como si fueran nuevas.
                                                Trad. Eva Cruz

Scherezada

Callada era lo mismo que muerta;
mejor decir.
Dentro de una botella, un genio.
Abracadabra.
Las palabras eran hilo de plata
hilvanando la noche.
El primer cuento que dije
condujo hasta la luz.

Lo real en blanco y negro.
La ficción a color.
Dentro de un dragón, una joya.
Abracadabra.
Una alfombra mágica voló
llevando a una joven.
La mano de una Reina se cerró
sobre una perla.

La imaginación era el mundo;
lo astuto, parlotear.
Dentro de una mula, una princesa.
Abracadabra.
Una espada de oro arrojada
hacia una nube.
Una mujer muerta despojada
de su mortaja.

Una fábula dicha en voz alta
inspiró otra más.
Dentro de una virgen, una amante.
Abracadabra.
Una banda de cuarenta ladrones,
barbados e intrépidos.
La lámpara frotada por un joven
trocada en oro

Los labios que hablan no se enfrían;
a barbullar y farfullar.
Dentro de un panal, una fortuna.
Abracadabra.
Lo perdido se guardó
dentro de un relato.
Los cuentos increíbles
absolutamente reales.

Dentro de un matrimonio, una cárcel;
mejor desaparecer.
Dentro de un espejo, un ogro;
mejor desterrarse.
Mil y un cuentos;
risas y llanto.
Sólo fallan los que callan.
Abracadabra.
                                                Trad. Eva Cruz

Caperucita roja

Al terminar mi niñez, los campos de juego sustituyeron
las casas, las fábricas, los lotes,
mantenidos como amantes de abatidos hombres casados,
la silenciosa línea férrea, caravana de ermitaños,
hasta que por fin viniste a la orilla del bosque.
Fue allí donde por primera vez puse los ojos en el lobo.

Él estaba en un claro, leía su verso en voz alta
con arrastrado tono lobuno, un libro de bolsillo en la pata peluda,
rojo vino escurría en la mandíbula barbada. ¡Qué orejas tan grandes
tenía! ¡Qué ojos tan grandes! ¡Qué dientes!
En la pausa, me aseguré de que me viera,
dieciséis años nunca han sido dulces, bebé, niña abandonada,
      y me invitó un trago,

mi primer trago. Podrías preguntar por qué. Aquí está
      el por qué. La poesía.
El lobo, yo sabía, me llevaría a lo profundo del bosque,
lejos de la casa, a un oscuro lugar enmarañado y espinoso,
iluminado por los ojos de los búhos. Seguí con sigilo sus huellas,
mis medias rotas se deshicieron, jirones rotos de mi blazer
quedaron en ramitas y ramas, pistas de un asesinato. Perdí ambos
      zapatos

pero llegué ahí, a la guarida del lobo, ¡ten cuidado!
      La lección uno esa noche,
con el aliento del lobo en mi oído, fue el poema de amor.
Me aferré hasta la madrugada al polvoso pelaje, ¿qué
pequeña niña no ama cariñosamente a un lobo?
Me deslicé, entonces, de entre sus tupidas patas gruesas
y fui en busca de un ave viva —blanca paloma—

que voló, derecho, de mis manos a su boca abierta.
Una mordida y la mató. Qué lindo desayuno en la cama, él dijo,
relamiéndose. Tan pronto como se durmió, me arrastré
      hasta el fondo
de la madriguera donde todo un muro era rojo carmesí, oro,
      radiante de libros.
Palabras, palabras verdaderamente vivas en la lengua,
      en la cabeza,
tibias, palpitantes, frenéticas, aladas; música y sangre.

Pero yo era entonces joven —me tomó diez años
en los bosques descubrir que los hongos
tapan la boca de un cadáver enterrado, que los pájaros
son pensamientos dichos por los árboles, que un lobo encanecido
aúlla la misma vieja canción a la luna, año tras año,
estación tras estación, la misma rima, la misma razón. Empuñé
      un hacha

y golpeé un sauce para ver cómo lloraba. Empuñé un hacha para
ver cómo saltaba un salmón. Empuñé un hacha para el lobo
mientras él dormía, un golpe cortante, del escroto a la garganta
y vi el brillante blanco virgen de los huesos de mi abuela.
Y llené su barriga con piedras. Y lo cosí.
Salí del bosque con mis flores, cantando, completamente sola.
                                                                  Trad. Víctor Manuel Mendiola

(C. A. Duffy. El Poema como una Plegaria / The Poem Like a Prayer. Antología. Selec. Eva Cruz y Marina Fe. Trad. Eva Cruz, Marina Fe y Víctor Manuel Mendiola. México: Ediciones El Tucán de Virginia, 2017)