Coral Bracho

La penumbra del cuarto

Entra el lenguaje.

Los dos se acercan a los mismos objetos. Los tocan
del mismo modo. Los apilan igual. Dejan e ignoran
las mismas cosas.

Cuando se enfrentan, saben que son el límite
uno del otro.

Son creador y criatura.
Son imagen,
modelo,
uno del otro.

Los dos comparten la penumbra del cuarto.
Ahí perciben poco: lo utilizable
y lo que el otro permite ver. Ambos se evaden
y se ocultan.

La contraseña

Y esta volcada oscuridad,
sin fondo,
sin medida para el inicio, sin destello final ¿A quién
hacer señas, en el tiempo de quién, en el instante
de quién entrar por un momento? Pedir la rosa, pedir
el signo, la contraseña goteante, el hilo ¿A quién madre
generosa?

(Los niños vierten el silencio, su arena,
de una vasija en otra. Se desbordan en él,
como entre sedas, a la luz matinal).

¿Con quién dejar, depositar la prenda para volver?
¿Con quién dejar, como en un juego sin fin,
la contraseña?

¿Sobre qué tiempo o en qué vasija,
sobre qué rastro, o qué umbral
—bajo qué luz— soltar la arena?

El espíritu de la niebla

El espíritu de la niebla
con fuerza suave y tenaz
hunde los montes: toros
que entre las llamas blancas despuntan,
dan traspiés,
se sumergen en su hosca hondura,
en su poza encrespada
y densa de mil contornos,

de mil cabezas que se alzan, se entrecruzan
y bajan
entre garras humeantes
sobre los bosques,
sobre las casas desgarradas y abiertas
a la deriva, sobre las selvas. Rocas y aves

se funden, muescas
y escarpadas veredas,
en su cerco brotante y sordo; su silencio
voraz:
cada vez más profundo, más compacto,
más tenso.

Sombras de noche

En este lugar las sombras son tan profundas
de noche, como de día. Ya a oscuras,
cavan circunscritos pantanos
que se alargan, o se vuelven estanques,
rodeados por la maleza,
negra de humedad en una de sus orillas,
y blanca, y suavemente translúcida, en la otra.
Todo esto se repite a sólo unos cuantos pasos,
y se multiplica.
Tras el claro sonido de un movimiento
que revela el silencio de un animal
—oculto o agazapado entre la maleza—
ya no se espera el ataque de un gato montés,
que ronda en su territorio,
ni el de una serpiente de cascabel,
sino el de algún lagarto.

No me molesten

No me molesten

porque ese nudo
en la garganta

es árbol. Otro
no sé.

(C. Bracho. Poesía reunida [1977-2018]. México: Ediciones Era / Universidad Autónoma de Sinaloa, 2019)

Oigo tu cuerpo con la avidez abrevada y tranquila
de quien se impregna (de quien
emerge,
de quien se extiende saturado,
recorrido
de esperma) en la humedad
cifrada (suave oráculo espeso; templo)
en los limos, embalses tibios, deltas,
de su origen; bebo
(tus raíces abiertas y penetrables; en tus costas
lascivas —cieno bullente— landas)
los designios musgosos, tus savias densas
(parva de lianas ebrias) Huelo
en tus bordes profundos, expectantes, las brasas,
en tus selvas untuosas,
las vertientes. Oigo (tu semen táctil), los veneros, las larvas;
(ábside fértil) Toco
en tus ciénegas vivas, en tus lamas: los rastros
en tu fragua envolvente: los indicios
(Abro
a tus muslos ungidos, rezumantes; escanciados de luz)
Oigo
en tus légamos agrios, a tu orilla: los palpos, los augurios
—siglas inmersas; blastos—. En tus atrios:
las huellas vítreas, las libaciones (glebas fecundas),
los hervideros.

(C. Bracho. Bajo el destello líquido (Poesía 1977-1981). México: FCE, 1988)