Juan Bañuelos

Reflexión ininterrumpida

La soledad de las cosas que caen,
el paso del tranvía ahogándome este grito,
la tarde que levanta su lápida amarilla,
el encuentro que espera con su rostro de fósil,
el sastre que en la puerta pone el último
botón en las venas de un muerto,
los muslos separados de la joven que baja de un coche,
la cita que no llega,
la mano del deseo con su breviario sordo
nos señala un convento de celdas apretadas.
Ay el gesto enmohecido de la mujer de siempre
que al reflejo de un mismo fuego resplandece,
estas ganas de caminar a ciegas
y compartir la vida
como un pedazo de sol o de manzana.
Morir en los demás o los demás en uno.
Todo junto anidando en este árbol
donde reclino un monte de diluvios ardientes.
Todo solo,
todo junto es este instante
en que caigo empujado por una ola
de piedras agoreras.

Contra la soledad

Estoy a boca y llanto sometido,
a abismos silenciosos como peces,
y tú, mi hora y señal, sólo enterneces
el polvo que ya tengo compartido.

¿Qué diente hambriento, agudo, se me ha hundido
que repite su hazaña tantas veces
como minutos, días, años, meses,
mi piel a dentelladas la han tejido?

Colgando de mis huesos van las horas.
Sólo amando a mi pueblo he de perderte,
oh soledad, que fiel, todo coloras.

Señas me dejarás, mas no en tus redes
he de dormir herido. Si he de verte,
fuera de ti he de estar aunque te quedes.

La piel del tiempo

No puedo salir de mí sin que no vaya a dar a ti.
Ningún elogio nace más puro que tus pechos en la aurora.
El día es una gesta al contacto del aire.
Y es que he dormido en ti sintiendo que la noche
era una sangre nueva detenida en tu cuerpo.
Qué callada la nieve se ha fundido sobre tus muslos, lenta.
Escucha:
hoy nace la alegría como el viento.

Yo no sabré decir, Amada,
si hemos de reinventar el tiempo,
pero tu piel, que no es más que mi piel bordada de testigos
que probaron su amor para los siglos,
ha de crecer como colina fértil para bajar al valle,
ha de temblar como los peces para ganar el agua,
ha de extenderse como un ave para ganar el aire,
habrá de ser como la vida: la dilatada ola para cubrir la muerte.
Es una piel, Amor, de tiempo.

Pues en verdad, se nos muere este día con hermosura
si pronuncio tu nombre,
si pronuncio tu nombre como sol, o mar, o viento.

El incendio hospedado

Con este corazón casi vacío,
casi incendio de música en mi cuarto,
sigo, Silencio, tu quebrado olvido
de penetrante buque.

Una mano que no puede alcanzarte,
una espiga que no puede crecer
cuando ya es aplastada
por el granizo fugitivo de los días,
Óyeme hablar de las sombras que muerdo,
mírame como a un hombre que ha perdido
en una casa ardiendo
los párpados y el color de sus ojos.

No hagas la señal del silencio para que calle.

Puedo. Aún puedo un poco:
llorar, gemir, hablar en voz baja, decir
que yo te amo furiosamente
como un rayo que cae, de pronto, en el jardín.

Mientras la tierra gira

Nada. Sino esta mancha corrosiva.
Día sin sol. Apenas la pequeña
salud del que sin paz sin sueño sueña
qué lenta el hambre enyesa la saliva.

Ni el amor me detiene. Es sensitiva
la roca que del monte se hace dueña
y sentada en su sombra fiel, se empeña
en rodar hacia abajo a la deriva.

Lluvia. Polvo. La soledad. La escarcha.
El tiempo, reducido a pedacitos,
mi sangre está llevándolo en su marcha.

Debajo de los pies la tierra gira
(qué silencio cruzado de aerolitos).

No es sordo el mar: sólo es un pez que mira.

(J. Bañuelos. Espejo humeante. Lecturas mexicanas 89. Segunda serie. México: Joaquín Mortiz / SEP, 1987)