Sujata Bhatt

Feminidad

He pensado mucho en la niña
que juntaba estiércol de vaca en un canasto
a lo largo del camino principal que lleva de nuestra casa
al templo Radhavallabh en Maninagar.
He pensado mucho en el movimiento de sus manos
y su cintura, en el odor del estiércol, en el camino polvoso
y en la humedad de los lirios de canna.
He pensado en el hedor, en el aliento del mono, en la ropa
      recién lavada,
en el polvo de las alas de los cuervos que huelen a otra cosa,
pero de pronto, de nuevo, este olor a estiércol mientras la
      chica lo recoge.
Esos aromas me envuelven de modo separado pero
simultáneamente. Y he pensado mucho,
porque me he sentido incapaz de usarla como una metáfora,
usarla para una buena imagen. No puedo olvidarla, en realidad.
Soy incapaz de explicarle a alguien su grandeza
y el poder de la luz a través de sus pómulos
cada vez que descubre un buen, un excelente
montoncito de mierda.
                                                            Trad. Alí Calderón

3 de noviembre de 1984

El día de hoy no compraré
The New York Times.
No puedo. Lo siento.
Pero cuando entro a la librería
no puedo evitar leer la portada
y mirar las fotografías
de hombres y mujeres muertos
que sé que estuvieron vivos.

Hoy no quiero pensar
en los hindúes que abrieron a los sijs
y en los sijs que abrieron a los hindúes
y en los hindúes que abrieron…

Hoy no quiero pensar
en Amrit y Arun y Gunwant Singh,
ni en Falguni ni en Kalyan.

He decidido que hoy escribiré
con tinta de pavorreal verdosa de mar verde
escribiré poemas sobre todo lo demás.
Pensaré en los cinco americanos
que le hicieron aquello
a Annapurna sin la ayuda de los Sherpa.
No pensaré en la hemorragia de los trenes,
haré sólo mis deberes.

En lugar de terminar este poema
estoy dibujando frondas de tamarindo en toda la página
y pienso en Amrit cuando tenía seis años
debajo de aquel árbol
con su larga cabello recién lavado
igual de largo y lavado como el mío.
Nuestras madres nos enviaron al sol
para jugar y secarnos el cabello.
Ahora en lugar de terminar este poema
pienso en Amrit.
                                                            Trad. Rubén Márquez Máximo

Las voces

Primero un sonido de un animal
que nunca puedes imaginar.

Después: el crujido de un insecto, el silencio de un
      pescado.

Y después las voces se hicieron más fuertes.

La voz de un ángel que recientemente murió.
La voz de un niño que se rehúsa
a convertirse en un ángel alado.

La voz de los tamarindos.
La voz del color azul.
La voz del color verde.
La voz de los gusanos.
La voz de las rosas blancas.
La voz de las hojas mordisqueadas por las cabras.
La voz del escupitajo de la serpiente.
La voz de la placenta.
La voz del latido de corazón fetal.
La voz de un cráneo velludo,
cuyo cabello cuelga tras un cristal
en un museo.

Yo solía creer que había
una sola voz.
Solía esperar
pacientemente que esa sola voz me regresara
y comenzara su dictado.

Estaba equivocada.
Nunca puedo terminar de contarlas.
Nunca puedo terminar
de escribir todo lo que tienen por decir.

La voz del fantasma que desea
morir otra vez pero, en esta ocasión,
en una habitación más iluminada con perfumadas flores
y diferentes especies.
La voz del lago congelado.
La voz de la niebla.
La voz del aire cuando nieva.
La voz de la chica
que aún mira unicornios
y habla con ángeles que conoce por nombre.
La voz de la savia de pino.

Y después las voces se hicieron más fuertes.

A veces las escucho
riéndose de mi confusión.

Y cada voz insiste
            y cada voz sabe
que es la verdadera.

Y cada voz dice: sígueme
sígueme y te tomaré.
                                                            Trad. Adalberto García López

Cruzando a pie el Puente de Brooklyn, julio de 1990

En Nueva York
unos niños han sido asesinados
a balazos este verano.
Generalmente se trata de un accidente.
Alguien, sin duda un adulto,
estaba destinado a ser asesinado en su lugar.
No es una guerra,
es sólo una forma de resolver algún lamentable
      malentendido.

Cruzando a pie el Puente de Brooklyn
una se siente alejada de todo
como si planeara en un avión
que vuela a poca altura.
Abajo, en los dos sentidos, los carros
pasan. Arriba, los cables
de acero convergen, apretados.
Los músculos en mis piernas se sienten
agotados, expuestos.

Los niños de algún modo se interponen
en el camino: se los encuentra muertos
en el coche, en la casa,
en la cuna. A veces sucede
que el padre
estaba limpiando el arma.

Cruzando a pie el Puente de Brooklyn
he visto que hoy se está trabajando.
Reparaciones. Limpieza, ajustes
nítidos. Renovación.
El zumbido del acero contra el viento
perfora mis huesos —
atraviesa hasta mi espina dorsal.
El zumbido no termina nunca.

Pero el peor de los casos
que he leído no implicaba un arma.
Simplemente el padre, recientemente llegado de Montana
decidió alimentar
a un pastor alemán hambriento
con su hijo de seis días de nacido.
¿Estaba la madre realmente dormida?

Cruzando a pie el Puente de Brooklyn
me detengo, miro alrededor.
¿Qué es real en este símbolo,
en este otro allá…?
Los cables de acero se vuelven una jaula,
un santuario. ¿De quién la jaula?
¿De quién la esperanza?

En otra sección
del periódico leo
acerca del creciente problema de los refugiados.
¿Quién los atenderá?
Especialmente aquellos de Vietnam,
el tema favorito de los fotógrafos:
frágiles barcos, el delgado brazo de alguien que pasa —
¿Quién puede olvidar esos ojos?
¿Quién puede juzgar esos ojos,
            esa visión?

Cruzando a pie el Puente de Brooklyn
incluso en una tarde calurosa
una mira muchos corredores.
Y ahí está la vista, pues sí.

Mirando a través del agua
pienso en toda esa gente de Vietnam.
Las madres, los padres,
lo que no habrían dado,
lo que todavía darían —
su sangre, su pelo, sus hígados, sus riñones,
sus pulmones, sus dedos, sus pulgares —
para llevar a sus hijos
más allá de la Estatua de la Libertad.
                                                            Trad. Mario Bojórquez

Pura lagartija

Ella es
parte lagarto, parte mujer,
y uno de sus ancestros
debió haber sido una mona.

Su piel es puro lagarto.
Quizá también sea una parte camaleón.
Sus ojos pequeños, su cara es
            angosta, angular.

Yo soy cuatro en este recuerdo,
cuatro cuando la veo
            parada en la pared —
Una muchedumbre la escucha.
Ella puede incluso hablar Marathi.
Ella es tan alta como yo —
pero es tan vieja, y su piel cuelga
por todos los huesos de su cuerpo.

Creo que ella es una mona calva —
y quiero acercarme
            para escucharla, para hablarle.

Quiero que me diga todo
sobre la simiedad.
Quiero ver si de veras
            tiene una cola.
Quiero jugar a las escondidas
            con ella.

¿Qué le estará diciendo a la gente?
Es un chillido, les grita.

Hay tanta angustia
ondeando por su piel —
tanta desesperación en su voz.
Y no obstante, algunos ríen.
Quiero saber por qué —
pero me jalonean,
y me dicen que es hora de ir a casa.

Pensé en ella hoy de nuevo,
            aún cierta de mi recuerdo.

¿Quién fue? ¿Quién es ella?
¿En dónde está —?

Mi muy particular Sibila —
                                                            Trad. Édgar Amador

(S. Bhatt. Shérdi y otros poemas. México: Círculo de Poesía Ediciones, 2018)