Marisol Nava

VII

Parvada de ojos.
Enjambre de manos.
Jauría de cabellos.

Todo se hacina y todo cae
en este cuerpo de barro
amasado con sombras.

Imposible cantar
sin crepúsculos.
Imposible escuchar
sin un pasado herido.

Nada posibilita la vida,
salvo el destino
de aceptar el resuello
y un poco la agonía.

IX

¿Qué es la muerte,
sino palabra iracunda
desdentada?
¿Qué es la muerte,
sino grito de rabia
mudo y viejo?

Acaso es tropiezo de sangre,
bofetada de púas,
alfiler en la garganta,
arrullo de piedra y concreto.

Pero si no es grito, ni herida,
ni pesadilla, ni abismo,
ni despedida, ni relámpago,
ni vértigo, ni impotencia
entonces, dime Caronte
¿qué es?

II

Abrazar un beso y una caricia.
Sonreír con labios de mariposa.
Tomarle las manos a Dios.

Olvidar esta tibia presencia
que me sitia y me acalla.
Olvidar su miope tenacidad en mis ojos,
su encanecida voluntad en mi cabello.
Olvidarla.

No recordar que cada noche
duerme abrazada a mi cintura,
tan perfecta, tan cándida.
No recordar que en el crepúsculo
se vuelve sueños de frío
y de luna desencajada.
No recordar que al abrir los ojos
su sopor se halla en mi boca
con un canto de lamentos.

No recordar que existe plena
con sus pupilas tan adentro,
con sus manos de reliquia
ofreciéndome llanto y desvelos.
No recordar que a mi cuerpo se adhiere,
cual deseo y perfume,
cual rutina y navaja.

Olvidarla a ella,
tan mía, tan propia,
tan sutil y persistente,
tan Ella.
Olvidar los ojos enguantados
de mi muerte.

I

Estoy en la barca de Caronte:
soy el agua del olvido
en los ojos del barquero,
la astilla quebrada
en el remo del destino,
la sombra cobijada
en la pesada neblina.
Soy el despojado bulto
contemplando al remero.

(M. Nava. Parpadeo de muerte. México: Ediciones Páginas, 2011)