Margarita Paz Paredes

Lámpara

Cayó el silencio
sobre mi mundo, en el que tú no estabas.
También la sombra descendió a mi estancia
y tuve miedo de que te perdieras.
Entonces encendí mi lámpara.
Su luz bañó mis manos
y las alcé tan alto, que parecían diez faros
alumbrando el océano,
donde tal vez, náufrago y solo, navegabas.

A la poesía

Mírame caminar por el desierto
de esta noche inconsciente.
Grito tu nombre de agua misteriosa,
busco tu huella de palmera errante.

¡Ay!, nada más tu sombra quiere alcanzar mi sueño;
nada más el dolor de tu furtiva imagen.

¡Qué arena desolada me sube hasta los labios!
¡Qué nido solitario en mi pecho, buscándote!
¡Qué impuro este lenguaje que se obstina en llamarte!
¡Y qué asidua la brasa de tu forma en mi frente!

No he podido olvidar tu aparición, ¡poesía!
Bajabas de mi noche como rocío secreto
humedeciendo el pétalo musical de mi aurora.
Entonces se posaban tus mariposas mágicas
en el temblor desnudo de mi asombro.

Te sentí sembradora en la tierra de mi alma;
alucinado cisne navegando mi sangre;
dulce espina en la rosa del pecho conmovido,
ala fugaz y ardiente, campana de alegría.

Era fácil hablarte, vivir bajo la llama
de tu clara presencia;
encontrar en el viento la señal de tu viaje
y ser feliz mirando tu espalda refulgente.

Hoy me pierdo en la noche y la noche me cerca.
Mi corazón te implora;
pero la voz se rompe en un sollozo inútil
y quedo a la intemperie, solitaria,
en pos de ti, por ti, sin ti, que no me sientes
morir de sed, frente al espejo intacto
de tu esencia inasible.

Camino hacia la muerte
y no puedo morir, porque mi sangre
es un oleaje vivo, que tus dedos golpean,
acrecentando el fuego de mi entraña
y poblándome el sueño de gaviotas rebeldes.

Amarga certidumbre de no alcanzarte nunca.
¡Qué importa que tu espada flamígera me hiera
y qué importa tu cauda luminosa en mi noche!
y esta febril espera y este dolor inmenso
y esta sed y este llanto y este grito errabundo,
si a ti sólo se llega temblando por la ruta
delgada del suspiro;
si tu imagen se toca
nada más en el fondo de una lágrima pura;
si tu forma se esconde
bajo el ala creadora del ángel de los sueños.

Que cese mi lenguaje;
que me envuelva el silencio;
que se calme el motín de mis venas hinchadas;
que dejen mis oídos de escuchar caracolas;
que aniquilen mis manos sus espigas fugaces;
que mis ojos no miren horizontes de fuego;
que mis labios se inclinen hasta besar el polvo;
y cuando sólo quede mi desnudez primaria
tendida sobre el lecho maternal de la tierra,
deja caer, poesía,
sobre la herida abierta por tu amor imposible,
una gota de bálsamo
y que tu nombre sea
amapola perpetua encendida en mi pecho.

Aprender a morir

Necesito aprender a morir
tan siquiera esta noche,
aprender a morir un rato largo
para saber la exacta
dimensión del silencio;
la inexorable potestad del olvido
y la helada frontera
donde jamás arribará palabra alguna,
porque todas habrán de agonizar vacías,
revestidas por una ramazón seca y oscura.

Si al menos esta muerte
que se empeña en cuajar mi pena a solas
o amenazar mi sombra en los rincones
morados del silencio;
si al menos esta muerte
decidiera detenerse en mi casa
algunas horas
como visita de confianza;
descansar en la sala,
pasar al dormitorio
y olvidar los retratos que más quiero;
tal vez cenar conmigo,
yo, mi café azorado
y ella un poco de sombra indiferente;
tal vez si nos tratáramos un poco,
si quisiera un momento acomodarse
en el reclinatorio de mi frente,
si me dejara cobijarme apenas
con su capa de niebla,
entonces, mañana, estoy segura,
como nunca, tranquila,
nada me dolería;
habría aprendido tanto y tan aprisa,
a evadir las palabras
que como dardos o flechas dirigidas
se obstinan en lastimarme el corazón desnudo,
desprotegido y débil;
habría aprendido
que nada permanece,
y que esa absurda búsqueda
del amor, la ternura, la comunicación más simple,
no es más que un espejismo
que se pierde en las dunas
multiplicadas de nuestro desierto,
porque después de todo, los oasis
los inventa
la inextinguible sed del alma sola.

Cuando la espada más brillante

Cuando la espada más brillante
dance, desnuda, en esta primavera,
no destinada a herir,
sino heroica, sin mancha,
vertical en la luz de su victoria,
tú bajarás del aire, donde solo, disperso,
aguardas la señal que te congregue.

¡Qué lecho de palomas a tu inútil fatiga!
¡Qué levedad de musgo a tus pies sin reposo!
¡Qué confluencia de ríos a tu sorda marea!

Cuando el viento me trajo tus espinas
y me habló de la muerte rondándote los hombros,
descubrí entre mi sueño el hilo incorruptible
que te ataba a mi vida.

Ahora duermes, transitorio, en el tiempo
y espero tu retorno,
como si transformado, resurrecto,
vuelvas a conquistar la patria entre mis brazos.

Las lámparas secretas de mi sangre
izan sus banderolas en tu ausencia
y el olvido reseco se puebla de recuerdos.

He regresado a las piedras anónimas
que oyeron y guardaron tus palabras antiguas
como en un arca de oro.
He pasado mis dedos por su piel inmutable
y el temblor de mi tacto
ha abierto en sus aristas tiernos labios
para decir tu nombre.

Todo te espera, amor,
con una asiduidad vehemente.
Este país es nuestra alcoba,
con cartas y perfumes,
con flores y con música.

Despierta y vuelve a tu comarca,
celosos vigilantes
romperán las murallas del silencio.
¡La ciudadela de mi boca
rendirá sus baluartes
en la final batalla de tus besos!

Te nutrirán raíces primigenias,
y el tronco varonil de tu cintura
conmoverá las ramas de mis brazos
donde las aves del amor anidan.

(M. Paz Paredes. Litoral del tiempo. Lecturas mexicanas 58. Segunda serie. México: SEP, 1986)