Margaret Atwood

El regreso del poeta

El poeta ha vuelto a ser poeta
tras décadas en el papel de virtuoso.

¿No puedes ser las dos cosas?
No. En público, no.

Antes, sí se podía,
cuando Dios era aún venganza atronadora

y disfrutaba del olor de la sangre,
sin llegar a otorgar su perdón resbaladizo.

Esparcías entonces incienso y alabanzas,
luciendo en la garganta tu collar de serpiente,

y cantabas himnos a los hundidos cráneos de tus rivales,
himnos que terminaban en un pío estribillo.

Sin sonreír de modo deferente, sin preparar galletas,
sin tener que decir Soy, en realidad, una persona amable.

Me alegro de que vuelvas, querido mío.
Ha llegado la hora de reanudar nuestra vigilia,

hora de abrir la puerta de tu sótano,
hora de recordarnos a nosotros mismos

que el dios de los poetas tienes dos manos:
la una es diestra y, la otra, la siniestra.

La canción del Titanic

La gente empuja y se amontona,
no hay bastantes botes salvavidas,
es algo que resulta obvio.

Luego ¿por qué no pasar los últimos momentos
practicando nuestro humilde arte
como siempre hemos hecho,

crear un lago de consuelo, seguramente falso,
en medio de la tragedia?
Alguna ventaja sí que tiene.

Imaginémonos, entonces, en la orquesta del barco.
Todos estamos en nuestros puestos,
tocamos, rasgueamos y marcamos el ritmo

con nuestros instrumentos de diario,
mientras gritos y botas nos atropellan.
Algunos han saltado al mar: sus pieles y su desesperación

los hunden. Manos con garras asoman a través del hielo.
¿Qué estamos tocando? ¿Es un vals?
Hay demasiado alboroto

para que otros puedan distinguirlo,
o quizá están demasiado lejos,
¿es un alegre fox-trot, un viejo himno empalagoso?

Sea lo que sea, somos nosotros los que tocamos los violines
mientras las luces se extinguen y el barco se sume en el mar
y las aguas lo cubren.

A nadie le importa quién gana

A nadie le importa quién gana las guerras.
Nos importa en el momento de ganar,
nos gustan los desfiles, los vítores;
pero después, la victoria disminuye.
Una copa de plata en la repisa de la chimenea
grabada con alguna fecha,
un tesoro de botones, arrancados de cadáveres,
como souvenirs; un gesto ignominioso
cometido en un golpe de ira incandescente,
apartado de la memoria.
Tuviste pesadillas, te llevaste algo de botín.
No hay mucho que decir.

Fue una buena época, piensas.
Nunca me sentí tan vivo.
Sin embargo, la victoria te desconcierta.
Algunos días te olvidas de dónde la has puesto,
aunque hombres más jóvenes pronuncian discursos sobre ella
como si también hubieran estado allí.

Por supuesto es mejor ganar
que no hacerlo. ¿Quién no lo prefiere?
Perder, sin embargo, es diferente.
La derrota crece como una planta mutante,
se hincha con lo que no se dice.
Siempre está contigo, se expande bajo tierra,
se alimenta de lo que se ha perdido:
tu hijo, tu hermana, la casa de tu padre,
la vida que deberías de haber tenido.
Nunca está en el pasado, la derrota.
Empapa el presente,
mancha incluso el sol de la mañana
del color de la tierra quemada.

Finalmente, rasga la superficie.
Estalla. Estalla en forma de canción.
Largas canciones, ¿comprendes?,
que continúan y continúan.

Noticias de las diez

Cae desde el aire un pájaro, herido por un disparo,
las otras aves se dan cuenta,
necesitan saber qué ha sucedido.
Las hojas de los árboles susurran, los ciervos se agitan, los conejos
sacuden las orejas. Los herbívoros se agazapan, los carroñeros
se lamen los dientes.
La vida sacrificada no les asusta.

¿Qué nos alarma? ¿De qué nos alimentamos?
Lo aceptamos todo,
una herida tras otra.
Escombros, escombros, murmuran las pistolas.
Nuestros rostros relucen en el centellear de cristal,
la noche asciende como una humareda.

Oh, esconde tus ojos
—es mejor sentarse en un cuarto aislado,
las puertas cerradas, los aparatos apagados,
sin nada más que esa postal
de las cataratas del Niágara, que compraste el verano pasado—
esa cascada de agua que calma
como caramelos de toffee verde cayendo
a cámara lenta por un precipicio;

mejor no ver al frágil nadador,
o a los niños en su bote amarillo.

Tus hijos se cortan las manos…

Tus hijos se cortan las manos
al acercarse a través del espejo
a donde el ser amado solía guarecerse.

No te lo esperabas,
creías que querían ser felices,
no llenarse de heridas.

Creías que la felicidad
les llegaría simplemente, sin esfuerzo
y sin ningún trabajo,

como el canto de un pájaro,
o una flor del sendero,
o un banco de peces del color de la plata;

pero ahora se han herido
con el amor, y lloran en secreto,
e incluso tus manos están entumecidas;
porque no puedes hacer nada,
porque no les dijiste que no lo hicieran,
pues no creías
que fuera necesario,
y ahora te encuentras todo el cristal roto
y tus hijos, con las manos ensangrentadas,

aún se aferran a las lunas y a los ecos,
al vacío y las sombras,
de la misma manera que tú lo hiciste entonces.

(M. Atwood. La puerta. Trad. María Pilar Somacarrera Íñigo. Barcelona: Ediciones B, 2009)