William Carlos Williams

Para despertar a una anciana

La vejez:
vuelo de pajaritos
que pían
al rozar
pelados árboles
sobre la nieve tersa.
Los sacude
de aquí para allá
un viento oscuro—
¿Y qué?
Sobre varas ásperas
se posa la bandada,
la nieve
se cubre de cáscaras
de semillas,
un estridente
gorjeo de hartazgo
serena al viento.

La carretilla roja

cuánto
depende

de una carre
tilla roja

reluciente de
agua de lluvia

junto a blancas
gallinas

Joven sicomoro

Tengo que decírtelo
el tronco firme y liberal
de este joven árbol
entre el mojado

pavimento y la alcantarilla
(glu-glu de agua
que escurre) se yergue
de cuerpo entero

en el aire
de un solo salto
ondulante y
a la mitad de su altura

se aploma se dispersa
hacia todos lados
dividido
en ramas más jóvenes

de las que cuelgan capullos
y se adelgaza
hasta que nada queda
sino dos

excéntricos anudados
vástagos
que se estiran y encorvan:
medialuna en la punta

A manera de canción

Que la culebra aguarde
bajo el yerbal
y la escritura sea
de palabras, lentas rápidas, prontas
al ataque, quietas en la espera,
insomnes.
—por la metáfora reconciliar
gente y piedras.
Componer. (No ideas:
cosas.) ¡Inventa!
Saxífraga es mi flor y abre
rocas.

(W. C. Williams. Veinte poemas. 2a ed. Trad. Octavio Paz. México: El Colegio Nacional / Ediciones Era, 2008)

Paterson (fragmento)

Había un viejo puente de madera, camino a Manchester,
como llamaban entonces a Totowa, por el que
Lafayette cruzó en 1824, con niñas
esparciendo flores a su paso. Justo
al atravesar el río, en lo que ahora llaman
Old Gun Mill Yard, se hallaba una fábrica
que producía clavos hechos a mano.

Me acuerdo de descender al viejo taller de algodón
una mañana cuando el termómetro marcaba
13 grados bajo cero, en el viejo poste de la campana.
En esos días eran escasos los silbatos de vapor.
La mayoría de los talleres tenían postes con campanas
que repicaban para anunciar, “¡A trabajar!”

Había que levantarse de la cama y pisar un montón de nieve
que había logrado colarse por el techo;
después de desayunar avena, caminar
cinco millas al trabajo. Al llegar ahí,
martillaba con ganas el yunque para mantener la
circulación.

En los primeros días de Paterson, el lugar
más vivo del pueblo era la plaza en la cuchilla
de las calles Park (ahora la calle Main)
y Bank. Sin incluir las Cataratas, ese
era el lugar más bonito del pueblo. Los árboles daban
buena sombra sobre el corazón de la plaza,
donde el circo del rumbo clavaba sus carpas.

Por la calle Park se llegaba al
río. Por la calle Bank a
un camino que llevaba al corral de la
Casa Goodwin, el corral ocupaba
parte del parque al norte.

El circo era cosa de otros tiempos,
una pequeña carpa con espectáculo de una sola pista.
No se autorizaban funciones por las tardes,
eso cerraría los talleres. El tiempo
era precioso en esos días. Sólo por las noches.
Pero se aseguraban de pasear sus caballos por el pueblo,
al acercarse la hora de cierre de los talleres.
El asunto es que el pueblo se volcaba al circo por las
noches. En aquellos días

el circo era iluminado con velas especiales
para el espectáculo. Eran enormes, sujetas
a entablados, colgaban de los alambres alrededor de la carpa,
un peculiar invento. Las enormes velas
eran colocadas en los entablados de la parte inferior y dos
hileras de velas más pequeñas, una sobre otra,
remataban en punta, su aspecto era muy llamativo
e inundaba todo de luz.

Las velas duraban toda la presentación,
ofreciendo un extraño y deslumbrante espectáculo
que contrastaba con los ostentosos artistas-

Muchos de los viejos nombres y lugares
no se recuerdan ahora: McCurdy’s Pond,
Goffle Road, Boudinot Street. The Town Clock
Building. La iglesia holandesa
de estilo antiguo que se quemó el 14 de diciembre de 1871,
mientras el reloj marcaba las doce de la noche.

Collet, Carric, Roswell Colt,
Dickerson, Ogden, Pennington . .
La parte del pueblo llamada Dublín
fundada por los primeros inmigrantes irlandeses.
Si querías vivir en el viejo pueblo tomabas
agua del manantial de Dublín. La mejor agua
que puedes tomar, como dijo Lafayette.

(W. C. Williams. Paterson. Trad. Hugo García Manríquez. Introd. William Rowe. México: Aldus / CNCA, 2009)