Luis Alberto de Cuenca

Círculo

Ojalá fuese un círculo vicioso,
pero dejó de serlo hace ya tiempo.
Es un círculo a secas. No permite
que le pongamos adjetivos. Tiene
muy mal carácter, el humor muy agrio.
Si en nuestro deambular por su interior
quisiéramos un día liberarnos
de sus paredes inmisericordes
y huir al otro lado, no podríamos
hacerlo. En ese círculo vivimos,
por mucho que tratemos de olvidarlo,
y en él acabaremos nuestros días,
sin saber cuándo, ni por qué, ni cómo.

Encuentro con Teresa

El poeta planea por un cielo sin nubes
en busca de Teresa; en una de sus alas
aparece tatuada esta frase de Heráclito:
“El camino hacia arriba y hacia abajo es el mismo”.
El poeta se arroja desde un cielo sin horas
al infierno pautado de la vida diaria,
donde la Diosa Blanca gobierna. Ya sabemos
que encontrará a Teresa en la última casilla
del tablero, donde hay ocas triunfales
y dos chicas vestidas de amazonas
y una reproducción de una viñeta
de The Phantom (aquella en que Diana
se distrae boxeando). El océano, al fondo,
muestra un embaldosado vermeeriano
de donde surge Venus (o Afrodita)
llamando a Safo, trenzas de violeta,
para que le resuma en dos palabras
qué es el amor.

Juntos

Hombres y mujeres fuertes y tranquilos,
a quienes la noche premia con el sueño.
Hombres y mujeres con brío en las venas,
pureza en las mentes y luz en los ojos.
Nobles corazones a los que seguir
por las avenidas del humo y la gloria;
con los que cantar por las amarillas
baldosas del mito, camino de Oz;
con los que viajar por la realidad,
mucho más fantástica que la fantasía;
con los que luchar por las sendas de oro
teñidas de sangre de la patria eterna;
con los que morir dando un paso al frente,
sin mirar atrás, sabiendo que el mundo
gira siempre en vano, sin saber qué hacer
con tanta amargura, tanta soledad.

Es la muerte de Joker

Ahora sí que te has muerto de veras. Hace años
que escribí tu epitafio, poniéndolo en tu boca,
con un solo objetivo: demorar tu partida,
matarte en mi poema para que no pudieses
morirte de verdad. Pero ese fingimiento,
neurótico y estúpido, para evitar la pena
—o, al menos, aliviarla— no ha servido de mucho,
porque te has muerto, amigo, te has ido para siempre
de este maldito mundo y has cruzado el espejo
rumbo a nada y a nadie. Tu sillón favorito,
aquel que le quitaste a Inés y acribillaste
de pelos, está triste sin ti, sin tu babosas
fauces, y tus juguetes se han quedado muy solos.
Y los demás, ¿qué haremos sin ti? Ya no podremos
acariciar tu testa de príncipe perruno,
ni pasear contigo por las calles gastadas
de la ciudad, ni hablarte con alegre ternura.

Perro fiel, distintivo de libertad y asombro
ante la vida, escudo de abnegación a cambio
de una leve caricia, cumbre de lealtades,
nos has dejado el alma en carne viva, amigo,
con tu muerte, y los ojos arrasados de lágrimas.
Desde el país del sueño eterno donde duermes,
querido Joker, suéñanos y espéranos, que pronto
volveremos a estar para siempre contigo,
contigo donde nunca.

Elogio de la poesía

La vida es prosa más o menos aburrida,
pero no siempre ha sido tan tediosa y prosaica.
En el alba imprecisa de nuestro origen hubo,
primero, una voz recia que evocaba las gestas
del caudillo del clan; luego, otra voz más íntima
y dulce que, al compás de la lira, cantaba
el amor, subrayando su plenitud, o el odio
que inspira la traición, o el cruel desengaño.
Y esas voces traían a la vida promesas
de olvido y deshacían los hielos del invierno
al ritmo del bastón de mando del chamán
en los fuegos de campamento de la tribu.
Y esas voces fundaban un jardín de palabras
hermosas en el centro del desierto silente
del mundo, una floresta de color y belleza
que, como un cáncer, iba destruyendo, implacable,
el bosque sin memoria de nuestra soledad,
haciéndonos mejores, más libres y más sabios.

(L. A. de Cuenca. El reino blanco. Madrid: Visor Libros, 2010)