Weldon Kees

La escena del crimen

Debió de haber algún testigo acusador:
mujeres con la rabia en la boca y los ojos
llenando la casa de gritos inclementes,
pero sólo el silencio respondió a los abusos.

Debió de haber revelaciones más
que cortinas abiertas, peldaños serpenteando
hasta el suelo desierto, sábanas en los muebles
y una delgada línea de luz bajo la puerta.

Al bajar la escalera hacia aquel cuarto, un charco
de sangre se coló en su mente, espantoso
guía que lo condujo y se esfumó en el hall.
Debió de haber alguna condena. Pero, adentro,
un viejo que babeaba aferrado a la cama
susurró en voz muy baja: «¡Asesino!» y murió.

La ciudad como héroe

Para aquellos que gritan en las ruinas
para aquellos que mueren en soledad, a oscuras
para aquellos que van por calles derruidas

aquí en su noche

las chimeneas ya no arrojan humo
estos cuadrados negros son ventanas
cables muchos se extienden por el cielo
quietud del aire
bajo estrellas frías
y junto al río seco
un anciano sin sombra marcha solo

sobre almohadas oscuras
he aquí su noche

¿Qué palabras ahora, qué respuestas?
¿Qué recuerdos, qué puertos derruidos?

El Club del crimen

No hay ningún mayordomo, ni sirvienta suplente,
ni sangre en la escalera. Ninguna tía excéntrica,
tampoco un jardinero, ni siquiera un amigo
de la familia, sonriente entre los adornos
y la escena del crimen. Solamente una casa
suburbana, que tiene la puerta abierta. El perro
les ladra a unas ardillas mientras pasan los autos.
El cadáver, bien muerto. La mujer, en Florida.

Revisemos las pistas: ese pasapurés
en un florero; los pedacitos de foto
de un equipo de básquet, tirados en el hall
con los restos de un cheque; la carta a Shirley Temple
aún sin enviar; el pin de Herbert Hoover
en el ojal del muerto; la nota «Que te maten
así, debo decirles, no está del todo mal».

Sorprende que aún el caso no haya sido resuelto
y que haya enloquecido Le Roux, el detective,
que ahora se la pasa en una habitación
blanca, con una bata, también blanca, gritando
que todos están locos y que ninguna pista
lleva a ninguna parte o que conduce
a una pared tan alta que no se puede ver
dónde termina; grita cosas sobre la guerra
y que nada podrá resolverse jamás.

El advenimiento de la plaga

Todo empezó en septiembre.
Las langostas morían en los campos;
nuestros perros estaban silenciosos
y andaban como sombras sobre la pared;
aparecieron unos gusanos muy extraños,
moscas que nunca habíamos visto, enormes
polillas de la vid; tejones y serpientes
salían de sus cuevas en el campo; la fruta se podría;
brotaban raros hongos; cubrieron por completo
los campos y los bosques unas telas de araña,
y unos vapores negros se alzaban de la tierra: todo esto,
y más, comenzó aquel otoño. Los cuervos, en parejas,
revoloteaban sobre el hospital.
Donde había agua se podía escuchar toda la noche
el ruido de la ropa al ser golpeada.
Fueron innumerables los abortos, los celos, las rencillas.
Y un día vi en un campo un batallón de ranas,
hinchadas y asquerosas, cientos de ellas,
unas sobre las otras, apiñadas, en silencio ominoso,
y oí un rumor de ráfagas de viento.

(W. Kees. El club del crimen. Edición bilingüe. Selec. y trad. Ezequiel Zaidenwerg. Pról. Dana Gioia. Madrid / México: Vaso Roto Ediciones, 2016)