Jaime Torres Bodet

Verdad, sueño

Estoy aquí, frente a la vida ansiosa
que empieza siempre y que jamás termina
y me acaricia el soplo de una rosa
y me inunda la calma vespertina.

Tú que anhelabas, corazón opreso,
como dócil corcel montar la vida,
este jardín te basta y este beso
de una canción distante y dolorida…

Y no llores la mengua del anhelo
que sepultó la arena del olvido;
un día más puedes mirar el cielo,
aspirar una flor, coger un nido,
correr el campo y escalar la cima
y tenderte a la sombra del ramaje
para apresar las alas de una rima,
libar tu vino y reanudar tu viaje…

Y después de la límpida jornada
en que al ritmo interior todo se ajusta,
besar, bajo la noche perfumada,
en los labios ingenuos de la amada
una verdad sencilla, pero augusta…

En voz baja

¿Será de amor la queja vana,
que de esta fuente herida mana?
¿Será de amor?
¿Y este dolor de despedida
en la mañana de la vida
será de amor?

Esta canción de hojas errantes
que cuentan todos los instantes
de mi dolor,
y el oro limpio del lucero
que deja siempre el aguacero,
¿será amor?

La miel y el pan de cada día,
el mar que tiembla en su agonía
con ronco hervor,
todo lo que ama y que suspira,
todas la cuerdas de la lira
son de mi amor…

Tu nombre

El recuerdo tranquilo de tu nombre
entre mis labios trémulos resbala.
Lo repito en la sombra de mi cuarto
y florece en sus sílabas el alma.

No sé qué hacer para decir tu nombre.
¡Si sabe a miel de uvas en la parra,
a rocío bebido sobre el cáliz
y a dulzura de besos entre lágrimas!

Hay nombres que parece que saludan
y nombres que se esquivan y que pasan.
Todo tu nombre huele a enredadera
con flor, sobre los muros de mi casa…

Nada

Nada.
Ni ese retrato póstumo que el diablo
olvida en la retina de los muertos.

Ni ese jardín que rompe las vidrieras del arte
cuando decimos a un niño que no.
Ni ese tropel de dichas prohibidas
que está queriendo siempre salir de las alcobas
—por las rendijas de los marcos—
al ruido de las puertas que cerramos.

Nada.
Ni la velocidad con que las horas
se vuelven a insertar en el cuadrante
cada vez que miramos el reloj.
Ni la fatiga con que las abuelas
durante las veladas del infierno
ensayan la sonrisa
que asumirán, en los daguerrotipos,
cuando el gemido de una espineta desafinada las nombre
y un siglo entero resucite en el abanico de un minué.

Nada.
Ni la boca de vaho
que olvidan despintarse los espejos
al volver de una noche de aventureras con la neblina.
Ni la palabra de esa carta escrita con tinta simpática
que el calor de una brasa revela pero destruye
y la blancura de la nieve sepulta pero conserva.

Nada.
Ni esa vergüenza histórica de mujer rescatada
a las cenizas de un deseo,
que te hace, si duermes, comparable a Pompeya.
Ni ese modo de estar cortada en dos por el desastre
de un volcán apagado más allá de la luna.
Ni esa parvada de palomas
que la aurora despierta, en el piano,
sobre las últimas teclas de las sonatas en ruinas.

Nada.

Reloj

En el fondo del alma
un puntual enemigo
—de agua en el desierto
y de sol  en la noche—
me está abreviando siempre
el júbilo, el quebranto;
dividéndome el cielo
en átomos dispersos,
la eternidad en horas
y en lágrimas el llanto.

¿Quién es? ¿Qué oscuros triunfos
pretende en mí este avaro?
¿Y cómo, entre la pulpa
del minuto impermeable,
se introdujo esta larva
de la nocturna fruta
que lo devora todo
sin dientes y sin hambre?

Pregunto… Pero nadie
contesta a mi pregunta,
sino —en el vasto acecho
de las horas sin luna—
la piqueta invisible
que remueve en nosotros
una tierra de angustia
cada vez más secreta,
para abrir una tumba
cada vez más profunda.

¿Sueño?

Unos tejían redes.
Otros hacían cántaros.

La vida en aquel pueblo,
obedecía en todo al lago amargo
que le daba su nombre y su destino.
El tiempo se escapaba con los peces.
Y, para detenerlo, eran las redes.
Se bebía tan sólo aguda de lluvia.
Y, para conservarla, eran los cántaros.

Por eso,
a través de los meses,
unos tejían redes,
y de padres a hijos, sin descanso,
otros hacían cántaros.

Redes de oro, sí, redes tan leves
que nadie las veía, en el verano,
cuando los pescadores las tendían
a gotear las sales de la noche
sobre los trigos ásperos.
Y cántaros tan hondos, ay, tan hondos,
que el corazón se hacía al verlos barro,
doloroso a la sed, sediento él mismo;
¡doloroso y sediento barro humano!
Y a pesar de las redes, se iba el tiempo.
Y, a pesar de la lluvia, se secaban los cántaros…

Mientras dure la vida
en aquel pueblo, junto al lago amargo,
continuarán los hombres
unos tejiendo redes,
otros haciendo cántaros
—hasta que un día el tiempo
no pueda ya escapar de entre esas redes,
¡hasta que un día el llanto de la tierra
llene por fin los cántaros!

Al pie de la escalera

Al pie de la escalera,
los hombres llegan, se conocen, charlan…
Hablan de lo que ignoran, desdeñan lo que piensan
y, cuando van a despedirse, callan.
¿Vivir, después de todo, no es citarse,
citarse y despedirse al pie de una escalera?

Algunos —sin decirlo— se preguntan
quien mora allá, en los pisos de donde nadie baja.
Les parece advertir un son de fiesta.
Imaginan salones constelados de lámparas
y ventanas abiertas al misterio
de la noche estival, nunca tan clara.
Pero nadie se atreve —y todos dejan
que mueran sin respuesta sus preguntas.
Y, como nadie sabe, todos pasan.
Todos pasan al pie de la escalera
de peldaños profundos, dura y larga.

Un día, yo también estuve a punto
de querer indagar quién habitaba
en las altas estancias intangibles
y de subir a ver, por las ventanas,
la inmensa noche, entre los pinos, clara…
Se oía, por momentos, en la sombra,
una música extraña,
un suspiro de flautas anhelantes
que, de pronto, al cerrarse alguna puerta,
como una llama tenue se apagaba.

Y yo también espero, desde entonces,
al pie de la escalera oscura y larga.

 (J. Torres Bodet. Poesía. Ed. crítica María de Lourdes Franco Bagnouls. México: UNAM, 2013)